El capítulo introductorio a la más crujiente actualidad fue contemplado por el anciano cronista --entonces y hoy permanente aprendiz de historiador-- desde la atalaya quizás más elevada de una España, la del tardofranquismo, en que el desarrollo económico y social se encontró acompañado también por el de signo cultural. La capital de una Cataluña en cabeza entonces de todas las vanguardias y marcas españolas era, indiscutiblemente, el motor más importante de la dinámica intelectual de un periodo caracterizado por el afán de apertura y avance en todas las manifestaciones artísticas y literarias. Dejar volandera constancia de aquella experiencia constituye un deber memoriográfico para los que aún pueden hacerlo negro sobre blanco...

Sin duda, Mayo de 1968 marcó un cambio de vertiente en la historia de las sociedades occidentales. Después del proceso general a que fuese sometido, el capitalismo salió reforzado de la crisis y su feeling con la socialdemocracia se vio igualmente acrecido. Con gobiernos no especialmente empáticos con el viejo orden económico en las principales naciones del primer mundo -la Gran Bretaña de un todavía pletórico Harold Wilson; la Francia de un gaullismo cada vez más escorado hacia su fuerte costado social; la Alemania de Willy Brandt, e, incluso, la Norteamérica nixoniana, de escasas simpatías en las ciudadelas del establishment--, la rebelión estudiantil no pasó, en esencia, de ser un fuego de virutas sin mayores consecuencias para el sistema. Antes bien, los efectos más importantes de los campus universitarios del mundo occidental redundaron en pro del status puesto a prueba con éxito en la primavera del 68. El divorcio más completo entre la clase obrera y la estudiantil quedó certificado con la ausencia absoluta del proletariado en las emblemáticas barricadas parisinas, y el giro de hábitos en la sociedad opulenta no puso en peligro ni por un momento la inventiva y productividad del capitalismo. Las innovaciones antropológicas desafiantes con su vigencia no tardaron en mutarse a su servicio. No otra cosa ocurriría en el plano del pensamiento filosófico y social, en el que el auge del estructuralismo se tradujo, al fin y a la postre, en una potenciación de los viejos lineamientos.

La prolongación de la dictadura determinó en nuestro país que el maremoto contestatario de los claustros universitarios no dejase secuelas similares a las de las revueltas de los campus de Berkeley, Oxford o la Sorbona. Aunque la clase obrera se desleía a ojos vista por el desarrollismo arrollador y la equiparación creciente con los estándares y modelos occidentales, el paradigma de la lucha de clases, la revolución y la dictadura del proletariado como estadio supremo y último de la historia se conservaba intacto en la Vulgata de un marxismo en proceso de imparable expansión entre las elites, ennortadas por acelerar la pre-transición botada por los mismos cuadros del régimen refractarios a su bunquerización. Es decir, el 68 no implicó ningún cambio de ruta en el camino diseñado por los sectores disidentes, sino una intensificación del proyecto del bloque cultural diseñado por los estrategas intelectuales del Partido Comunista con la colaboración más o menos activa, pero siempre subalterna, de progresistas y socialistas. Sus objetivos estaban bien perfilados desde un principio y la inamovilidad sustancial del régimen no obligaba a modificarlos.

* Catedrático