Cuando solo tenía doce años, por mi cuenta, en silencio y soledad, allá en mi pueblo, me impuse la obligación de cuidar a una anciana que enferma yacía medio inválida en un camastro. Por casa, una buhardilla sucia y abandonada. Cada tarde, al salir del colegio, corría con mi merienda en el bolsillo. La anciana, Anica, arrugada como una pasa, con lagos y pobres cabellos blancos, desdentada, maloliente... me inspiraba tales contradictorios sentimientos que, en mi enorme impotencia, ni entendía ni sabía encauzar. No obstante, le hacía la cama, la peinaba, le daba algo de comer --siempre de lo que yo llevaba-- y la acompañaba; intuía una urgencia: atender a los marginados, a los mayores y, en aquel caso, entonces, y en muchos, ahora, los mayores son objeto de marginación y olvido e incluso, como estamos viendo, de malos tratos. Y si es verdad que tal vez el problema era la pobreza en aquellos años y actualmente, en algunos casos, creo que lo peor de todo, sea bien el poco caso que se les hace o bien que nos aprovechemos del servicio que pueden seguir prestándonos. Un mayor debería ser un lujo para la familia, porque nada más tierno, más entrañable, más acogedor que los padres, los abuelos... Hagámosle, pues, no solo un sitio en nuestras casas, porque lo que más quieren, lo que más desean y necesitan es un pequeño lugar en nuestros corazones. De todas formas, el mayor debe aceptar de buen grado, las pequeñas incapacidades del día a día sin perder ni rebajar la autoestima, sin exigencias, sin dramatizar, asumiendo su situación bien de soledad, bien de complicada convivencia con hijos y nietos. Un frase del novelista Booth Tarkinngton, dice: «Atesora todos tus momentos felices; serán un buen cojín para la vejez». Y la sirena de alertas llega pronto, mucho antes de lo que creemos. Valoremos, pues, los momentos de felicidad, porque ellos, un día puede que sean nuestra única compañía.

* Maestra y escritora