En el ámbito político y en el administrativo existen tanto cargos de tipo unipersonal como colegiados. Pero, tal y como corresponde al origen etimológico de la palabra, en ninguno de ellos existe una vinculación tan estrecha entre persona y cargo como en la monarquía, cuestión que se acentúa por el carácter hereditario de la institución. Nadie sabe quién será su alcalde o alcaldesa, su presidente o presidenta del Gobierno en el futuro, pero sí está previsto, desde el momento de su nacimiento, quién debe ser la futura reina de España. Esta singularidad hace que los actos de quienes desempeñan las funciones de monarca deban cumplir requisitos muy estrictos, porque incluso su vida privada tendrá repercusiones sobre la institución. Si la forma monárquica entra en crisis, lo natural es que aparezca la alternativa republicana. En 1931, al proclamarse la II República, había quienes dudaban de la base social con la que contaría el nuevo régimen, pues consideraban que había llegado por el descrédito y los errores de Alfonso XIII. Alejandro Lerroux pensaba que no llegó la República, sino que «cansada, agotada, acobardada, huyó la Monarquía», y Diego Martínez Barrio opinaba que el triunfo republicano fue debido a «los desaciertos y veleidades del monarca». Y podríamos poner otros muchos ejemplos, así como la visión de aquellos para los que la forma republicana no era sino algo accidental, un instrumento para conseguir otros objetivos.

¿Puede el comportamiento de Juan Carlos I favorecer el camino hacia la República en España? En mi opinión, por ahora, lo único que ha hecho es convertir a muchos de los autocalificados como ‘juancarlistas’ en republicanos de nuevo cuño, y supongo que habrán visto que aquella ‘campechanía’, considerada una virtud, no es sino una falta de respeto a las formas, puesta de manifiesto en la manera de salir de España del emérito, que no huir, como algunos se empeñan en afirmar. Esos mismos utilizan en los medios de comunicación argumentos inconsistentes, y para ello se escudan en su reivindicación como republicanos, olvidan que ya no vivimos en la España de 1931, que la Constitución vigente regula los procedimientos para su reforma, así como el funcionamiento de nuestras instituciones. En este sentido, me permitiré citar mis propias palabras, escritas en este diario en junio de 2014, cuando se produjo la abdicación de Juan Carlos: «Mi vinculación ideológica al republicanismo no me conduce a la reivindicación de ese sistema con más fuerza en este momento, porque ahora deben primar la democracia, el acatamiento al Estado de Derecho y la exigencia a todas las fuerzas políticas de ofrecer garantías de estabilidad». Y en las circunstancias actuales, mantengo lo dicho entonces.

Aunque lo parezca, esto no representa una contradicción con el título de este artículo. Me explicaré. La Constitución de 1978 bebe de bastantes principios republicanos del texto de 1931, que por primera vez recogía en nuestra historia el reconocimiento de derechos sociales en el nivel constitucional, también regulaba la cuestión territorial al establecer procedimientos de acceso a la autonomía de las regiones y establecía un órgano encargado de velar por el cumplimiento de la Constitución, el Tribunal de Garantías Constitucionales. Si somos capaces de profundizar en los valores republicanos contenidos en el texto del 78, antes o después, los ciudadanos reconocerán de manera mayoritaria la incongruencia de mantener una institución de carácter hereditario en nuestro sistema político, y en ese momento, de una forma libre, de acuerdo con la ley, podremos afrontar la reforma del Título II, que podría denominarse: «De la Presidencia de la República». Entonces llegará el momento de abrir el debate, sin demagogia, sobre el modelo de República a defender.