El tiempo es una convención. Más sencillo de manejar para los que creían que la Tierra era plana, un retorno a la plácida superstición que hoy parecen abanderar los detractores de las vacunas. Pero con la esfericidad, la convención del tiempo acaparó más interés, pues los husos horarios eran una buena manera de parcelar el orbe y afianzar el dominio del hombre sobre el planeta. Fíjense que la decadencia de las Españas no solo se asoma en las pérdidas de ultramar. El antiguo meridiano cero era más nuestro, fijado en la punta de la Orchilla de la isla del Hierro, para marcar con Finisterre las lindes de la Tierra Incógnita. Porque no podían ponerse puertas al mar, pero sí persignaciones y jaculatorias para no encomendarse plus ultra a los monstruos marinos.

Hoy, el meridiano cero también es maño, pero por la circunstancia de que los ingleses se lo llevaron a su terreno. Otro ejemplo de la lucidez de Julio Verne es que Phileas Fogg se adelantó 12 años al reconocimiento del Meridiano de Greenwich, cargando los británicos con el suculento tópico de la puntualidad. El cambio de año, o el cambio de siglo, puedes encontrarlo en una línea imaginaria de un atolón de Fiji, con las consecuencias emocionales y burocráticas de los humanos situados a cada lado. En un mundo tan interconectado, los tsunamis también se marcan en los secunderos, cual los cracs originados en los parqués bursátiles y que se expanden desde el sol naciente de los mercados asiáticos.

El jet lag es la servidumbre de los deportistas de élite. Y los astronautas de la Estación Espacial pueden reírse de la gravedad, pero no de los ritmos circadianos. Será porque el hipotálamo aún reza el libro de las buenas horas, y contemplamos con morbosa admiración las vísperas y los maitines aunque, antes de que cante el gallo, la noche nos confunda. Por ello, no es baladí el juego del cambio horario.

Sorprende que la maquinaria comunitaria, propicia a regulaciones enciclopédicas y a querencias de todo para el pueblo pero sin ya saben quién, proclame una futura anulación de los cambios de hora. El problema puede ser la fundamentación, pues la legitimidad de la masa crítica ha sido un referéndum virtual, más chico que las audiencias demoscópicas. Acaso Jüncker quiera pasar, dentro de la procelosa construcción comunitaria, como el hombre que paró el tiempo. Pero si ya estamos infestados de demasiados populismos, sería muy triste que otro se introdujera en los engranajes del reloj. Las diversas franjas horarias dentro de un Estado son privilegio de las vastedades territoriales, con la Madre Rusia a la cabeza. Lo que nos faltaba era aprovechar el meridiano cero para establecer el cambio de hora, una línea que miren ustedes por dónde, se entrecruza por la desembocadura del Ebro. En la posguerra, cambiamos la anchura de las vías del tren por el temor a las invasiones, pero mantuvimos las manecillas de París y de Bonn. Ahora sopesamos el horario de los ingleses, para desenrocarnos del grueso del Continente.

Ni la implementación, ni su ausencia conllevarán importantes consecuencias económicas. Sería un vagón más en la homologación europea, como la eliminación de los complejos por el manejo de otros idiomas. Si adelantamos en exceso la hora, casi a la diez de la mañana un gallego tendrá aún la noche sobre la cucharilla de su taza, con más exceso de morriña que de cafeína. Además, para qué engañarnos, no nos conviene entendernos una hora menos con Berlín.

* Abogado