La Iglesia da a la fiesta de hoy un nombre más serio: no es la fiesta de los Reyes Magos, sino la Epifanía del Señor, la celebración de la manifestación de Jesús a aquellos hombres venidos de Oriente. Siglos de tradición cristiana han llenado de colorido y de lirismo la Navidad: hemos creado los nacimientos, hemos puesto nieve de harina en las montañas de Belén, hemos hecho riachuelos de papel de plata en la aridez del pueblecito, y ahora, en los últimos años, se han prodigado en nuestros pueblos los «belenes vivientes», representaciones en vivo y en directo de aquel acontecimiento que dividió la historia en dos mitades, con sus escenarios y sus personajes representados por los vecinos de las localidades, que han abierto nuevas puertas para ese turismo que, efectivamente, desea encontrarse con paisajes soñados e imaginados, pero con vida, con rostros, con figuras de carne y hueso. Y casi podemos decir que nuestra imaginación se ha desbocado en torno a los Reyes Magos: uno piensa en la Adoración de los Magos de Rubens, de un barroquismo exaltado, como lo son las actuales cabalgatas que anoche recorrían calles y plazas de pueblos y ciudades. La tradición cristiana ha completado y adornado esta historia sobre un relato más austero del evangelio: hemos convertido en reyes a los que para san Mateo solo eran magos; hemos cifrado su número en tres, dato que tampoco cita el evangelio; les hemos añadido sus nombres y a uno lo hemos pintado de negro. Los hemos representado montados en bellos caballos, en camellos o dromedarios. En cualquier caso, sigue siendo una bella tradición, infinitamente más bella que la tradición del consumo de los últimos decenios en que los Reyes traen a los pequeños todo un cúmulo desbordante de regalos electrónicos. Los Magos son símbolo del hombre que busca, como buscamos nosotros, porque nos negamos a que nuestra existencia se reduzca a la continua rutina del día a día, porque experimentamos que los regalos materiales --los de hoy y nuestras aspiraciones a lo largo del año-- no son capaces de llenar el gran vacío que existe en el corazón del hombre. Y aquellos buenos magos se pusieron en camino, dejaron la comodidad de su Oriente para buscar a una estrella que pudiese dar luz y marcar su camino en la vida. Y la encontraron y la siguieron, sin desanimarse porque se ocultase, ni porque no se encontrase en Jerusalén, sin desalentarse por la frialdad de Herodes y de los que debían conocer el lugar del recién nacido. Hasta que, finalmente, con una inmensa alegría, vieron que la estrella se detenía allí, junto a María, donde estaba aquel pobre niño, que era Enmanuel. El relato de los magos es desconcertante. A este Dios escondido en la fragilidad humana no lo encuentran los que viven instalados en el poder o encerrados en la seguridad religiosa. Se les revela a quienes guiados por pequeñas luces buscan incansablemente una esperanza para el ser humano en la ternura y la pobreza de la vida. Dejemos brillar en nosotros la luz de Dios, que nos habita para descubrir una nueva estrella que nos guíe. Y que podamos mirar con ojos limpios para ver signos de esperanza en las personas y en la sociedad. Dentro de cada uno de nosotros, en el sagrario de nuestra conciencia, está Dios como anhelo de felicidad sin límites. Como los Magos, descubramos la estrella, la nueva hoja de ruta, sin desalientos ni desánimos, hasta encontrar en al portal de Belén, al Hijo de Dios, ofreciéndonos la verdadera salvación.

* Sacerdote y periodista