A Madrid ya no se viaja, se va, se visita. La accesibilidad del tren ha hecho posible ese cambio. Y aún sigue siendo la ciudad estruendosa y por hacer de la que hablaba Azaña hace un siglo; mistificada, vieja y moderna que a veces chirría y otras encaja como contraste. Y donde entre los edificios de la Gran Vía aún se puede observar sobre la Puerta del Sol, una puesta de sol bermellona, campestre, hermosa, como una pintura de Antonio López; o quizás esos crepúsculos son así para no desmentir al pintor manchego.

Cielos enrojecidos como el alias del pintor cordobés Bartolomé de Cárdenas (hacia 1440-1501), el Bermejo --quizás fuera pelirrojo-- del que hay una exposición antológica en el Museo del Prado. Bermejo es considerado el mayor pintor gótico español, pero en su pintura ya se anuncia el carácter clásico del Renacimiento, también la magnificencia posterior del Barroco en pinturas como el San Miguel triunfante sobre el demonio o Santo Domingo de Silos entronizado como obispo. Santo Domingo nos mira con actitud más que desafiante, autoritaria, teologal, impasible ante el dolor ajeno, ante la crueldad con el pecador. En la expresión desencajada y enigmática de los rostros de sus pinturas, el hieratismo va desapareciendo hacia un realismo desconocido hasta entonces. Bermejo es un pintor de la religión (incluyendo una pedagogía explícita y violenta), más que religioso, heredero de la tradición pictórica flamenca y del quattrocento italiano, es un virtuoso del pincel, pero ese virtuosismo que lo define, se concreta sobre todo en los detalles, en las plantas que al pie de sus cuadros dibuja con una precisión de tratado botánico o en los paisajes abigarrados del fondo de sus cuadros como escenarios infinitos. Los dorados que aún persisten en su pintura le dan brillantez sin despreciar el efectismo. De su origen cordobés solo hay noticia en la firma de uno de sus cuadros de la exposición, la Piedad Desplá (de la catedral de Barcelona), encargado por un arcediano barcelonés. Su trabajo lo desarrolla sobre todo en Valencia, Daroca y Zaragoza, además de Barcelona donde muere. Una itinerancia quizás relacionada con su condición de judeoconverso.

Tras Bermejo, la exposición que celebra el segundo centenario del Museo nos acerca al síndrome de Stendhal solo traspasando el dintel con la vista del Cristo Crucificado de Velázquez. Su figura resalta sobre un fondo oscuro que le da un relieve sin relieve como si de una escultura se tratara. Sensual y místico al tiempo, tan humano como divino, resucita en cada instante que alguien le mira con los ojos de Velázquez que ven aunque estén cerrados. De factura clásica, helénica, entre tenebrista y luminoso, su belleza es de tal calibre que duele solo mirarlo. Unamuno le escribió su más valorable poema que comienza así: «¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?/ ¿Por qué ese velo de cerrada noche/ de tu abundosa cabellera negra/ de nazareno cae sobre tu frente?». Esa cabellera que en tan rara perfección surge, mana, no de la cabeza del Cristo sino de su propia corona de espinas derramada; un detalle menor pero seguramente a conciencia del genio sevillano.

Cerca del Cristo, la celestial Inmaculada de Murillo de los Venerables es más que una mística o una técnica pictórica única. Es de esas pinturas que solo se puede apreciar su valor viéndolas en directo de tan manoseadas como han sido. Y en el recorrido la erótica Maja desnuda de Goya nos traslada a la modernidad pictórica, al realismo sin ambages, a una actitud liberal como la mirada y pose de la maja que se impone al espectador --esta vez sí-- como desafiándolo con su falta de pudor. Al final un Picasso figurativo y cubista más cubista nos despide con la esperanza de regresar. De volver a Madrid, ciudad a la que es difícil no volver, pero también quedarse.

* Médico y poeta