Tal y como están las cosas, parece que el aprender a detectar un razonamiento mal construido se ha convertido en nuestro primer mandamiento ético. Lógica y ética no siempre han ido juntas y, menos aún, en ese convulso siglo XX del que a muchos maduritos tanto nos cuesta salir. Emotivismo moral, relativismo epistemológico, pensamiento «débil»... Ninguna de estas corrientes --cada una en su ámbito-- invita a acercarse a esa antipática rigidez de la que se reviste la lógica, la cual defiende sin remilgos que toda entidad es igual a sí misma, o que no es posible afirmar de un objeto que sea de una forma determinada y que --al mismo tiempo y en idéntico aspecto-- no lo sea. En fin, que no cabe decir de un melón que no sea un melón, o que sea un agente de seguros de paseo por Estoril. Tampoco puede afirmarse, por poner un ejemplo reciente, que la antigua KGB merece igual crédito que la CIA y que no lo merece.

En esta época de posverdad, de «fake news», de tamborileante márketing y generalizado reblandecimiento cerebral, deberíamos utilizar todos nuestros recursos morales (sí, morales) para adiestrarnos en el uso de la lógica. El «pecado» hoy omnipresente (o el «mal moral», en términos no teológicos) no es esa Carne que, junto a sus inseparables hermanos siameses (el Mundo y el Demonio), nos amenazaba desde las páginas del Catecismo; nuestro «pecado» reside en la flojera que aqueja a nuestra mente cuando intentamos analizar lo que alguien revestido de autoridad afirma con determinación, aun cuando desde un punto de vista lógico se trate tan solo de un puzle desordenado --laxitud que termina por hacernos creer que lo mismo da ocho que ochenta, y que puede que, en efecto, no haya diferencia entre un melón y un agente de seguros que pasea por Estoril--. El cilicio que nos hará mejores no es un trozo de tela tachonada de púas, sino el esfuerzo por no desatender la lógica, ni la gramática, ni siquiera la ortografía. Sin esa disciplina mental, cualquiera nos embaucará. El engaño (y el autoengaño) es el equivalente hoy de la lascivia contra la que el monje medieval se revolvía en su celda.

Mucho me temo que la llamada ‘Nueva Pedagogía’ tenga algo que ver con todo esto. La lógica señala imperativa que A = A, mientras que estos pedagogos ven en esa ecuación la encarnación viva de aquella vara con la que el viejo maestro autoritario golpeaba a unos alumnos pasivos, desmotivados y con una desagradable tendencia a memorizarlo todo. No, no están dispuestos a admitir estos paladines del «aprender a aprender» (o del «enseñar a enseñar»: a esta gente le chifla deslizarse por los toboganes de esas interminables cintas de Moebius que pueblan sus clonados artículos «científicos») una grosería tan descomunal como la de que una cosa sea lo que es. Lo que el alumno tiene que hacer es construir activamente en su interior, con la ayuda no manipuladora del facilitador (es decir, del profesor, que mira melancólico su pasado por las gafas empañadas de su desconcierto), el conocimiento de que en nuestra cultura occidental (ojo con el etnocentrismo) A = A; para ello investigará libremente en Internet (es decir, copiará y pegará lo que otros han copiado y pegado) y proyectará luego sus resultados en unas bonitas diapositivas cargadas de corchetes, flechas y circulitos.

Un sano escepticismo forma parte de la ciencia moderna. El científico siempre está dispuesto a reconsiderar sus conocimientos a la luz de nuevas evidencias. Pero eso es una cosa y otra bien distinta olvidarse de la lógica. La Nueva Pedagogía transforma esta en un hecho más, cuando es justamente el instrumento que nos permite medir la validez de cualquier hecho. Surge así una sociedad que cree de nuevo en los milagros, especialmente en aquellos que confirman sus prejuicios y consolidan su confort. O aún peor: una sociedad que ya no distingue entre milagro y realidad, entre la provisionalidad de cualquier conocimiento científico y la primera tontería que se le ocurra a un descerebrado.

Ser bueno consiste hoy, simplemente, en no dejarse engañar, al menos con demasiada facilidad. Lo cual implica, sin duda, esfuerzo: tal vez no sea una tarea muy lúdica, es posible que requiera algo más que un amable ‘PowerPoint’ o una vigorizante «lluvia de ideas». Pero es nuestra única manera de evitar que el mal (en forma de estupidez generalizada) se adueñe de las instituciones y, finalmente, también de nosotros mismos.

* Escritor