Las estatuas de Juan Polo sobre el viejo polideportivo de la Juventud son cuatro centinelas bajo el cielo metálico, cuatro cuerpos vivos con su piel de horizonte. Su muerte nos recuerda una presencia, su historial de cuerpos y volúmenes bajo el manto del anochecer con su imagen de El Sembrador en la N-331, con ese rastro físico en las manos talladas por el fulgor de un hombre. El último discípulo de Mariano Benlliure, admirador de Miguel Ángel y de Mateo Inurria, esculpió los temas de su época, obras taurinas y de Semana Santa, antes de ocupar el crepúsculo con un nuevo misterio: salir de Córdoba no volvió a ser lo mismo, yendo para Málaga, que antes de asistir a esa erupción de figuras atléticas bajo una luz de piedra a la intemperie, esos cuatro hombres rotundos que miraban la noche como una promesa de destino. Fernán Núñez y Córdoba pierden a un escultor contenido en las formas ceñidas a un espacio esbelto, que parecía nacer para otear su noviembre de lluvia. Somos el escenario de una desolación entre actualidades que nos nublan los ojos de independencias efímeras. En medio de todo esto, la muerte de Juan Polo nos recuerda que la actualidad ancha sigue latiendo en cada empeño sutil de la existencia, en cada esfuerzo, en cada redención entre un hombre y su arte, su vida y su trabajo. Ha escrito José Manuel Belmonte en Facebook que Juan Polo era «un maestro de los de antes, de los que dominaban el dibujo y el volumen como los ángeles (...). La escultura se queda huérfana de un titán que ya descansa en el olimpo, donde los dioses tallan la piedra a golpe de corazón». Pienso en el Cristo de la Promesa, que preside el altar mayor de la parroquia de Santa Marina de Fernán Núñez: era la promesa personal de un hombre ante su biografía. Más allá de las vanidades del mundo, dominar un oficio, mantener el respeto intacto a una vocación, no puede consistir en mucho más que esto: que tus continuadores, a los que has inspirado, guarden luto por ti.

* Escritor