El Ayuntamiento de Sevilla, presidido por el socialista Juan Espadas, entregó ayer el título de Hijo Adoptivo de la ciudad al arzobispo de la diócesis, Juan José Asenjo Pelegrina, para reconocer en vísperas de su jubilación a los 75 años a quien, según las autoridades municipales hispalenses, ha destacado durante los once años de su pontificado por «una incesante labor para la mejora de la archidiócesis y para la protección del patrimonio y de permanente colaboración con las administraciones y entidades». El nombramiento de Asenjo no ha pasado desapercibido en Córdoba, donde también dejó desde la silla de Osio huella de su talente conciliador y siempre a disposición del bien comunitario. La diferencia es que la Sevilla oficial -tan compleja- se lo premia, mientras que aquí se olvidan las luces de sus seis años de buen gestor de almas y bienes y se vapulea su recuerdo, acusándolo de ser el mayor inmatriculador del reino porque, acogiéndose a una ley de Aznar, puso a nombre de la Iglesia la Mezquita-Catedral, cosa que luego hizo igualmente con la Giralda.

Y el caso es que Sevilla lo recibió de uñas. Nada más tomar posesión como arzobispo en noviembre de 2009 -aunque seguiría vinculado a la diócesis cordobesa como administrador apostólico hasta la llegada de Demetrio Fernández en marzo de 2010-, le montaron un sonado escándalo. Tuvo la culpa una estampita que le fue entregada al paso por alguien que no apreció en el prelado -castellano de Sigüenza parco en efusiones, pero cordial y dialogante- una acogida de su imagen tan cálida como esperaba. La chispa incendiaria fue tan nimia y su trascendencia tan desbocada que ratificó una evidencia: el resquemor en ciertos sectores ante el hecho de que un forastero se instalara en el sitio ocupado durante 27 años por su querido cardenal Carlos Amigo, a cuya sombra alargada había ejercido Asenjo como leal coadjutor desde el principio de aquel año. Pero los sevillanos se encariñan incondicionalmente con todo lo que consideran suyo, y como el nuevo arzobispo ya lo era, aquello se olvidó pronto. Lo que está por ver es cómo acogerán al siguiente, sobre el que ya se han puesto en marcha las quinielas. Un baile sucesorio que incluye por cierto al obispo de Córdoba, de estrecha amistad con quien le antecedió en su prelatura y de alguna manera se la facilitó.

Sevilla hizo borrón y cuenta nueva, pero bien es cierto que monseñor Asenjo, inteligente, diplomático y nada ajeno al mundo, a sus cielos y sus infiernos, se cubrió las espaldas llevándose de Córdoba en diciembre de 2010 como obispo auxiliar a Santiago Gómez Sierra -desde hace dos meses mitrado de Huelva-. Ganaba así un colaborador fiel al que de camino libraba de la pesadilla en que para el que había sido aquí su vicario general se convirtió la presidencia de Cajasur. Lo rescató cuando le llovían piedras en el cargo por el duro proceso que culminó con la intervención de la entidad financiera -con pérdidas declaradas de 596 millones- y tras rechazar la esperada fusión con Unicaja por creer que con ello se salvaban puestos de trabajo, según argumentó en su momento el propio Asenjo. También a este, a pesar de que como secretario y portavoz de la Conferencia Episcopal que había sido se movía por la cúspide eclesial como por su casa, Cajasur amargó de principio a fin su prelatura. Logró deshacerse con elegante diplomacia de Castillejo y facilitó la tutela de la Junta de Andalucía -Rosa Aguilar y Griñán solo tienen para él buenas palabras-; pero se marchó sin ver apaciguada la jaula de grillos que era la caja, perdida ya por siempre para la Iglesia. Ahora le llega el descanso; que le sea propicio.