Básicamente pasivo y silencioso, el intelectual español, miembro o no del brazo histórico de "la crema", como suele decirse, de la más distinguida y respetable ancianidad, debe desaparecer en tiempos de crisis como los que nos tocan o, a lo sumo, asomarse a la ventana pública de un tele magazine con presentadora y colaboradores para, bien domado y sodomizado intelectualmente por el más ladino del grupo, aceptar, asumir, achicarse, capitular y mendigar disculpas, respondiendo a esas magistralmente diseñadas, tan sensacionalistas y morbosas preguntas respuesta. Quizir: "¿Qué mal está la cosa, no, verdad, cierto que sí?" o "¿no cree usted que tal y tal debería tal? Sí, pero ¿no cree usted? Bueno, no sé yo". Esta mecánica de la entrevista, por llamarla de algún modo, se ajusta como pieza de tetris en el manso carácter del intelectual español, entrenado para decir sí, por supuesto, qué bonito, me parece bien.

Huyendo a todo gas de la controversia y la disputa, el intelectual español publicita el deporte de casco y la desinfección compulsiva. Ni bebe, ni fuma, ni fomenta sedición. Eso sí, como hemos dicho al comienzo, solo en tiempos de crisis. Después, cuando todo pasa y los brotes de la verdad se abren paso entre el estiércol y florecen al sol de las evidencias, escuchamos los «arriesgadísimos», valientes pronunciamientos del gallardo, insobornable intelectual español: lo que yo decía" o "yo nunca usé mascarilla", y ese comodín tan clásico ya en sus intervenciones "nos han engañado a todas", así, generalizando, identificándose porque, como ya conocemos, el intelectual español no debe ni quiere sentirse individuo. Prefiere asimilar hasta el más chabacano de los criterios y "estar ahí", aportando su "granito de arena", tímida y humildemente, a la causa masiva. Y es que la figura del intelectual español de viejo cuño (¿hay otra?) abraza ya su ocaso con serenidad. Bien merecido tiene el Premio a la Concordia. Miradlo ya en su discreta mortaja, tan prudente y callado. Qué buen chico.

* Escritor