Al contrario de lo que podría suponerse, la historieta es tan antigua como el palodú. Está bien agasajar a La Codorniz o al Hermano Lobo, y la finura de su drible para dejar sentada a la censura franquista. Pero podemos remontarnos mucho más. Muchos siglos antes de que los héroes de la Marvel se abonasen a la gran pantalla, los capiteles románicos se convertían en la primera película tridimensional. En medio de ese largo recorrido, hay jalones memorables para las viñetas. Surgida de las febrículas de la Ilustración, en Europa irrumpió una sátira humorística. Muchos de esos dibujos han llegado a nuestros días.

«Los maravillosos efectos de la nueva inoculación» es una viñeta satírica pintada por James Gillray en 1802. Los lobbies tampoco son flor de un día. Y en ese tiempo en el que los británicos no temían a Hitler, sino a Napoleón, los furibundos antivacunas pintaron a un cariacontecido Jenner inoculando en los nuevos pacientes ese mejunje de bóvidos. A los vacunados les emergían pequeños bueyes en las partes más insospechadas de su cuerpo. Desde orzuelos con prominentes astados hasta bíceps que mugían como vacas frisonas.

Era el lógico temor a la novedad, la recena de oscurantismo donde la ciencia todavía tenía que bregarse con la superstición, cual si el sarcástico gracejo de Gillray acompasase las brujerías de El Bosco.

Hay paradigmas que se consideraban bien asentados. Pero de un tiempo a esta parte han vuelto con fuerza los antivacunas, para empatizar con los temerosos principiantes de hace dos siglos. Su gran argumento es que la vacuna quiebra la selección natural. Razón no les falta, siempre que acepten retrotraerse a la media de vida de hace 200 años, en la cual un altísimo porcentaje de esta población estaría ya criando malvas. Para acercarse a la pureza por fascículos, por qué no desprenderse del saneamiento, y cacarear el ¡agua va! desde los ventanales, toda una declaración de samaritanos principios para evitar que la mierda voladora hiciese pleno. O recuperar los olores corporales maniatados por la higiene, ese ecuménico olor a humanidad que hermanaba las audiencias reales y los chotos ahumados en el trébere.

No hay evolución sin cuestionamiento, pero hacerse antisistema a costa de los anticuerpos resulta una auténtica cagada. En la iconografía libertaria de los años 60, resulta difícil imaginarse un hippie con las piernas articuladas, pues antes de repudiar a esa sociedad apastelada, sus antígenos rompieron con la polio. Y en los ochenta, en los altarcitos de yonquis y homosexuales, antes que papelinas u ofrendas a Judy Garland, los afectados por ese puñetero síndrome imploraban una vacuna a la virgen de los cubatas. Y luego están las colateralidades. La malaria rezonguea su cura, con la pereza de los trópicos y el redistribuido egoísmo del PIB. Y el évola para los occidentales es como King Kong, que solo asusta cuando sale de la selva.

Pero he ahí a esos iluminados que vindican una pureza automedicante; afanados en hollar el esplendor en la hierba sin renunciar a las glorias de Silicon Valley. Esta es una cuestión de salud pública, en la que la empatía recurre a una vieja máxima: por la caridad entra la peste.

Saltarse el calendario de vacunaciones supone poner en peligro a toda la población escolar y, por ende, volver a husmear los tiempos en los que las puertas se marcaban y las calles se tapiaban. Creemos estar de vuelta y sentirnos inmunizados. Pero, créanme: no existe vacuna contra los tontos.

* Abogado