Los avances en tecnología digital y las redes sociales han abierto un horizonte de conocimiento e inmediatez impensable hasta hace apenas una década. Es algo tan evidente como evidentes son los riesgos de encerrarse con el juguete a solas o en compañía de otros -son patéticos esos grupos o parejas a los que ves conversando con el móvil mientras se ignoran entre sí--, y hacer caso a todo lo que se dice o se pide por la pantallita o, peor aún, darlo tú sin que nadie te lo demande y sin pensar en qué mar desembocará ese continuo goteo. Se critican con razón las fake news y todo el caudal de información falsa que circula por internet, un veneno cuyo antídoto debería ser la formación desde la escuela o, por lo menos, un cursillo acelerado como el que la Asociación de la Prensa de Córdoba ha dado a los profesionales para distinguir el polvo de la paja. Pero en la red hay peligros mayores que las noticias falsas y a veces son las verdaderas. Transmitidas a pelo, escapadas de cualquier filtro o control -y eso que por ley debe haberlos, sobre todo contra contenidos que puedan incitar a la violencia o al odio-, puestas en circulación a escala planetaria con absoluta frialdad y crudeza. La muestra más sangrante la tuvimos hace unos días, cuando al terrorista neozelandés Brenton Tarrant, cuya alma lleve el diablo, no se le ocurrió mejor cosa que avisar a sus seguidores en Facebook de que se dirigía hacia una mezquita de Christchurch para que estuvieran atentos. No quería que a nadie se le escapara detalle de la matanza que minutos después iba a perpetrar, una carnicería que costó la vida a 49 personas, transmitida por él mismo en directo para colmo de la atrocidad en la que puede caer el ser humano.

Sin llegar a ese extremo de criminalidad, que ojalá nunca, nunca pueda repetirse, son continuas las estadísticas que hablan de que los malos se pasean por internet como por su casa. Este periódico daba cuenta a finales del pasado año de datos del Ministerio del Interior apuntando que en Córdoba los ciberdelitos se han duplicado en el último lustro, igual que en Andalucía y en España. Al parecer, lo que más se ha disparado son las estafas de diverso tipo, pero con especial incidencia en el uso fraudulento de tarjetas de crédito, por lo que las Fuerzas de Seguridad del Estado, y en general todo el que tiene dos dedos de frente, aconsejan a los usuarios de las redes sociales pensarse dos veces a quién facilitan on line los datos personales.

Otra de las líneas de acción preferidas por los ciberdelincuentes son los casos relacionados con la conducta sexual, en los que la mayoría de las veces las víctimas son menores. Y aquí vuelven a saltar las alertas, pues los equipos especializados en combatir esta plaga del siglo XXI lo tienen claro: los padres, envueltos en sus propios problemas y agobios, o simplemente ensimismados en su ignorancia digital, suelen desentenderse de los pasos virtuales de sus hijos más allá de la consabida llamada al móvil para ver por dónde andan -como si tuvieran garantizada una respuesta fiable--. Y entretanto los vástagos, obnubilados por influencers, youtubers, gamers y demás fauna que campea a sus anchas por los smartphones, se aplican desde pequeños a apretar likes como descosidos o lo que es peor, a ofrecerse ellos mismos como mercancía digna de gustar al mundo. Muchos niños y adolescentes compiten por colgar confesiones y selfis cada vez más arriesgados -hay autofotos que acaban en suicidios involuntarios-- y solo consiguen cansancio y decepción por falta de la respuesta pretendida o son presa de abusos. En las redes sociales está lo mejor y lo peor, por eso deberíamos administrarlas con mucha más cordura.