He tenido esta semana dos grandes citas que para nada me han dejado indiferente.

La primera ha sido cinematográfica y de las buenas. No hay nada que me produzca tanta sensación de bienestar e intimidad conmigo misma que ir al cine sola, en una sala con poco público, sin niños, con una Coca-Cola light y un bol de palomitas de esos que parece que no tienen fin cada vez que hundes la mano. La cita, Los años más bellos de una vida, o cómo imaginar qué pasó muchos años después de la historia de amor de la mítica película francesa de 1966 Un hombre y una mujer.

Es de esas películas que a cierta edad no te dejan indiferente porque te asomas de manera inexorable a la muerte a través del papel estelar que de nuevo protagoniza Jean-Louis Trintignant, pero esta vez a través de los recuerdos de una vida para hacernos entender la importancia de no tener historias inacabadas, de no dejarte vencer en el intento y de no pensar en la muerte más allá de entender que se trata del impuesto inexorable de la vida y, aun así, seguir soñando cada día porque, como dice el protagonista, nadie ha muerto aún de una sobredosis de sueños.

El otrora bello Trintignant te sorprende al verlo de repente tan anciano y ajado, para inmediatamente olvidarte de lo que ves cuando mantiene la mirada a una cámara de planos eternos de forma tan magistral y terminas queriendo ser lo que hay detrás de esa decrépita senectud porque lo que te inspira son unas inusitadas ganas de vivir. Un hombre consciente de que la muerte le aguarda que sueña con acabar la historia de aquel amor, para verse a sí mismo como el gran galán que nunca dejó de ser. «Usted querría acostarse con todas» --le dice la directora del centro dónde está internado-- y él le responde «¿Habría algo mejor?».

La otra cita fue con la La Casa de Manolete Bistró, ese restaurante que en cualquier otro sitio del planeta sería uno de los grandes orgullos de la ciudad, aunque ya sabemos que aquí tendemos a ser mortecinos con lo propio y a criticar aquello por lo que en otros sitios matarían. Es un espacio mágico, tratado de forma primorosa, con una reconstrucción exquisita y en el que desde que cruzas el umbral sientes el peso de la historia, el suave pellizco del mito que pisó ese mismo suelo de mármol, que posó vestido de blanco inmaculado en cada rincón y en donde, para colmo, te sientas a una mesa de cuidados detalles para degustar la mejor gastronomía cordobesa con toques de sofisticación afrancesada.

Historias de hombres y mujeres, de amores interrumpidos que dejan huella.

* Abogada