Las guerras de sexo constituyen por sí mismas un fecundo subgénero literario -o artístico, cabría decir, para dar una conceptuación más amplia-. Su propia mención puede escopetear una condescendencia machista, pues al fin y al cabo en la mayoría de los casos es el hombre el firmante de estas obras. Y es que podemos remontarnos al siglo V antes de Cristo, con la Lisístrata de Aristófanes; o La fierecilla domada de Shakespeare, un título que es toda una declaración de intenciones. La comedia en ambos casos como enfoque, cuando la cuestión femenina no está para bromas. Es más, esta ignominiosa plaga de feminicidios exige eliminar esta lacra y acelerar planteamientos igualitarios, tentados de prescindir de la opinión del subyugante género, cuando el varón -desusado vocablo- tiene que ser parte de la solución, y no del problema.

El eslogan «Sola y Borracha quiero llegar a casa» ha sido efectivo, pues el primer mandamiento de un lema es zarandear conciencias. Y vaya si lo ha hecho esta declaración iconoclasta. Una patada hacia adelante que visualiza ese grito de desgarro, que clama por una verdadera liberación de la mujer, sin miedos ni ataduras. La cuestión es el arrope institucional de este lenguaje, porque el Gobierno no puede ser un refugio de melindres, pero el decoro es también la manifestación del bien común. Que el movimiento feminista haya hollado la Moncloa es todo un hito del movimiento feminista. Sin embargo, las prisas por promulgar una norma aún ignota; el afán de confundir la necesaria revisión de un texto normativo con un tutelaje machista; o el ninguneo o incluso escrache a las siglas políticas que participaban en la manifestación sin ADN batucario transmiten la sensación de priorizar la condición de cristiano viejo frente a las arribistas que también pretenden sacar tajada electoral.

Más que resquemor, a todas las dirigentes históricas que se batieron el cobre por escalar cuotas de igualdad debe enorgullecerlas esa aprehensión por la sociedad, como ha sucedido con otras conquistas sociales en las cuales la derecha siempre ha sido timorata. Pero esta bicefalia en el Gobierno está librando una batalla por abanderar el feminismo en España. Desde las carteras ministeriales hacia afuera, ya no son las posturas contrapuestas entre Clara Campoamor o Victoria Kent respecto al rol de la mujer. Más bien, Carmen Calvo e Irene Montero se asemejan a Scott o Amundsen en su lucha por alcanzar el Polo Sur. Pero puede resultar una operación de alto riesgo intentar arrogarse el eterno femenino.

En prevención de riesgos laborales, una sola letra puede identificar el accidente del incidente: el ¡ay! frente al ¡uy! También una sola letra separa la histeria de la historia: ese arrebato etimológicamente femenino que pretende incrustar egos en la larga lucha por la igualdad de géneros.

* Abogado