Noviembre es el mes dedicado tradicionalmente a los difuntos, no solo en la liturgia de la Iglesia, sino en la popular tradición de la visita a los cementerios, en el recuerdo de nuestros seres queridos, en el adorno de sus nichos y tumbas como expresión de nuestro cariño. Gabriel Marcel, que escribió tantas páginas sobre el amor y sobre la muerte, decía que «los únicos muertos, los verdaderos muertos, son aquellos a quienes hemos dejado de amar». Es verdad: mientras seguimos recordando con cariño a un ser querido que nos ha dejado, podemos decir que esa persona no ha muerto del todo; sigue viva en nuestra memoria y en nuestro amor. La fe cristiana dice a los creyentes algo más: nuestros seres queridos no solo siguen viviendo en nuestro recuerdo y cariño, sino que continúan realmente viviendo junto a Dios. Algo que, sin duda, no es fácil de asumir y de aceptar en unos tiempos en que se nos han «des-encantado» tantas cosas y vivimos menos inmersos en una atmósfera religiosa. Estamos hechos de tal forma que nos cuesta mucho aceptar lo que no podemos ver ni tocar; y que haya una vida después de la muerte es algo que nunca hemos visto ni tocado. Y, sin embargo, hay algo en nuestro interior que se resiste a que no haya vida después de nuestra muerte. Recordaré siempre la carta de un compañero periodista dándole el pésame a un amigo suyo, en la que le decía: «Yo no sé si tú eres creyente. Yo lo sería, a falta de otros argumentos, porque el amor tiene que hacernos eternos. ¿Cómo no voy a ver más a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos?». El amor, ciertamente, lleva en sí semillas de inmortalidad. San Agustín lo escribió hermosamente: «La resurrección es nuestra fe; volvernos a ver es nuestra esperanza; recordar es nuestro amor. Lo decimos porque Dios es fiel y su amor es más fuerte que la muerte». Hace poco se ha publicado un librito que lleva por titulo Y por último vendrá la muerte... ¿Y después?, en el que su autor, Paolo Scquizzato, nos explica con claridad meridiana, desde la orilla teológica, lo que ocurre en ese «después». Primero, «nuestro Dios no es Dios de los muertos, sino de los vivos», dice Jesús, Siendo «el Viviente», solo puede ser dispensador de vida, y vida sobreabundante, no de muerte. Dios no causa la muerte a nadie. Segundo, Dios, como Viviente, es capaz de donar, infundir vida, y precisamente porque es el viviente, no puede quitarla a nada ni a nadie. No es un tirano que quita la vida, como cierta pastoral del miedo sigue difundiendo. Tercero, la novedad evangélica consiste en que el Dios de Jesús nos ha hecho posible vivir como resucitados aqui, en esta tierra, ahora, en este preciso momento: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Juan 10,10). La pregunta principal no es «dónde iremos a parar», sino «¿cómo vivir como resucitados hoy sobre esta tierra?». Cuarto, el cristiano cree que será «la persona» la que permanece para siempre, y sigue viviendo después de la muerte biológica. Mi resurrección final ya ha comenzado, la llevo dentro como levadura. Quinto, lo más importante en nuestra vida será re-crearnos, re-nacer, transfigurarnos... dejarnos alcanzar y golpear por la luz que es el amor de Dios, su vida, el Espíritu. Sexto, la condición del cristiano es la de ser ya «un viviente», «un resucitado». Unidos al «Viviente» nos hacemos capaces de superar el escollo de la muerte. La muerte, entonces, no «cierra sino que abre una vida», y por eso se le llamaba «el día de nuestro nacimiento». Séptimo, en síntesis final, creemos en la resurrección de la «persona», que se realizará en un «cuerpo espiritual», que no nos es dado saber cómo estaré hecho, que podrá pasar «a través de las puertas cerradas», como el de Cristo. Paolo Scquizzato explica la visión de la vida y de la muerte de los cristianos, en el proyecto de Dios. Utiliza términos nuevos, enfoques nuevos, lenguaje nuevo. ¡Una maravilla!

* Sacerdote y periodista