Sigo escuchando el grito agónico del hombre que acaba en un susurro, en ese ahogo lentísimo de 8 minutos y 46 segundos: «No puedo respirar. No puedo respirar». Me imagino que cada cual habrá sentido su propio tipo de indignación. Yo en lo primero que pensé fue en las horas de amor, en esa eternidad de cariño y de cuerpo entregado, desde que un hijo nace. Todo el esfuerzo, el trabajo y la luz sobre la educación y la crianza de un hijo necesarios para que un hijo diga «No puedo respirar». Enseñarle lo que es la negación, como principio de individualidad, de diferenciación. Esa capacidad para negarse que es la libertad. También poder o no poder, esa creencia en lo que uno puede o no desarrollar, hasta donde alcanzan nuestros límites y cómo afrontar, también, nuestro reto de superación. Todo esto se le enseña a un hijo, y es laborioso y lento. Es una biografía. Pero también se enseña a respirar. Esa primera palmada que se le da al nacer, para que sus pulmones abran una circulación al flujo de la vida. Son segundos eternos, tras esa cachetada, hasta que el bebé rompe a llorar. Pero no es un bebé, y ni siquiera es un recién nacido: es tu hijo que está ahí, que grita y llora por primera vez, que es bienvenido al mundo y que se arrulla en ese pecho exhausto de su madre, pero que te ha mirado por primera vez. «No puedo respirar. No puedo respirar». La fiscalía de Minnesota ha reconocido que el policía Derek Chauvin mantuvo la rodilla sobre el cuello de George Floyd durante 7 minutos y 46 segundos, en lugar de los 8:46 que ya se han vuelto un símbolo de la brutalidad racista en cierta policía de EEUU. La diferencia de un minuto, que es un arco infinito en una vida a punto de cortarse, no significa nada penalmente. George Floyd murió el 25 de mayo después de que Chauvin lo inmovilizara, clavándole la rodilla en el cuello, contra el suelo, incluso después de que dijera que no podía respirar, y todavía después de que George Floyd dejara de moverse.

* Escritor