El verano se agota con sus uvas doradas, con el último sol en las horas tendidas. Hay quien tiene melancolía del otoño ya en mitad de agosto, porque el estío se alarga como una exaltación sobre el vacío. Para ser joven hay que perder el tiempo: o poder perderlo, en todo caso. Lo hemos leído muchas veces. Ese dulce placer de no hacer nada. Esa proyección sobre el silencio, cuando hasta los minutos parecen elásticos, con su propia textura de hondura y lentitud. Una de las ventajas de ser joven es que uno cree que el tiempo no solo le pertenece, sino que le pertenecerá. Recuerdo una entrevista a Julio Iglesias en la que se proclamaba afortunado no por lo que tenía, sino por lo que no tiene: tiempo. Pero se declaraba afortunado, también, no solo por no tenerlo, sino por saber que no lo tiene, porque eso mismo le hacía disfrutarlo más. Recuerdo la adolescencia y parte de mi juventud como una época en que los veranos parecían interminables, y eran ya ese bello verano que describió Pavese. Sin embargo, no es su mejor novela sobre la laxitud de los días -y sobre todo las noches- de la juventud italiana tras la segunda guerra mundial: después vendría El diablo sobre las colinas, que en el manejo de los diálogos de una juventud desengañada de todo demasiado pronto, recuerda a Nuevas amistades, la nunca verdaderamente valorada gran novela de Juan García Hortelano, no en vano gran lector del italiano. En todas estas novelas, como en Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, además de otras cosas, hay un punto en común: esa eternidad de los veranos a la espera del nuevo curso o del instante en que nos volveremos a mirar en el espejo puro de la edad.

En un interesante artículo en The Economist se explica cómo las vacaciones de verano acaban siendo muy largas, o demasiado largas para algunos. El texto analiza, con multitud de estadísticas, cómo cuando llega la pausa del verano se abre una bifurcación entre los niños, los adolescentes y los jóvenes. Cuando eres niño, adolescente o joven, dependes económicamente de tus padres. Y cuando llega el verano las posibilidades se pueden dividir entre los progenitores que tienen una capacidad económica alta y los que no. De esta manera, cuando comienza la brecha del verano, si tus padres tienen suficiente dinero y ganas de invertirlo bien, te pueden enviar un mes o dos a Irlanda, o a cualquier otro país cuyo idioma estés estudiando, o a aprender a montar a caballo en un campamento ecuestre, o te pueden llevar de viaje a París y a Londres, para ver el Louvre o la Tate Modern. Mientras tanto, los chavales cuyos padres o tutores no dispongan de estos recursos económicos acaban condenados a la piscina municipal, donde sin duda pueden suceder cosas hermosas y ritos de iniciación inolvidables -algo de eso hay en todas las novelas citadas más arriba-; pero también se agrandan las diferencias de formación con los muchachos que sí disponen de esa posibilidad. Y cuanto más largo es el período vacacional, se razona en el artículo, esa brecha es cada vez mayor, que se aumenta además porque, a más vacaciones, más fácilmente se puede olvidar lo aprendido el curso previo.

Así, pensando sobre todo esto, he recordado mis largos veranos de lectura, ese paraíso democrático en que todos podemos tocar el cielo de nuestros propios límites: con la imaginación, al menos. Pertenezco a una generación que todavía podía pasarse los veranos saltando de libro a libro, de aventura a aventura, de descubrimiento a descubrimiento. Luego, cuando llegabas a clase en el curso siguiente, descubrías que los demás habían cambiado, unos más y otros menos; pero tú habías cambiado en la medida de los mundos que habías inaugurado en tu lectura, que ahora estaban dentro de tu voz, de tu gesto y tu espíritu. El mundo no era el mismo antes que después de haber leído los libros de Tintín, de Julio Verne, de Salgari. El mundo no era el mismo después de Raymond Carver, de Paul Auster, y antes de Galdós y de Clarín. Claro que entonces no existía la tentación de estar amarrado a una pantalla con los dedos al borde de la artrosis.

En fin, ahora que estamos asistiendo al final del verano, cuando los meses se acumulan casi en horas que se derraman entre los dedos como el último hielo de la copa, he recordado cuando parecían una extensión casi inabarcable de horas de lectura, de tardes jugando a baloncesto, de tiempo, de horizonte. Incluso en vacaciones, la educación es arma de presente y futuro, y el tiempo, la materia con que fabricamos los sueños.

* Escritor