Quien no llora no mama. No solo en Extremadura, sino también en Aragón, con un tren tan alucinante como el Canfranero, que la cruza de norte a sur y tarda casi cuatro horas en recorrer 218 kilómetros. Pero no hace falta irse hasta Aragón, esa tierra hermosa desde su soledad que existe y brilla en su árida y fértil belleza, ni siquiera a la querida Extremadura, con ese tren que ahora se llama de la vergüenza y que ha vivido la noche de su resurrección, porque a veces lo que no termina de explotar no se convierte en indignación ni en una realidad para los oídos sordos. En Andalucía, las comunicaciones por tren con Granada son de por sí difíciles, una especie de viaje por etapas cambiantes; pero llegar hasta Almería acaba siendo una empresa de titanes o de espíritus pacientes. Hay que tener la sangre de horchata, un gran espíritu de resignación familiar al acecho de la reunificación estival o amar mucho a Almería para coger el tren desde Madrid: nada menos que siete horas y media. Así que lo que acaba de ocurrir en la noche extremeña, para los que tenemos cierta costumbre de viajar en tren dentro y fuera de Extremadura, más allá de las líneas de alta velocidad que se extienden más bien en una parte del sur, del este y el norte, o del magnífico entramado ferroviario que vertebra Cataluña, no podemos sorprendernos. En el infinito tren de Madrid a Almería, casi siempre lleno a principios de las vacaciones de verano, a uno le da tiempo a romper y a reconciliarse varias veces, a leer La Regenta y a empezar Guerra y paz, porque todo es ponerse. Debe repararse pronto esta injusticia. Pero había que ver las caras y los gestos de los extremeños entrevistados, incluso los pertenecientes a la asociación Milana bonita, con resonancias de Miguel Delibes: se quejaban, claro, pero con esa dulce bonhomía de los pueblos castigados que se curten al sol. Humanidad, hondura. Disfrutar la vida. No pedir, no exigir. Dar sin límites. Eso es amar, eso es el amor.

* Escritor