En ese brujuleo de lecturas al que, como en un juego de la oca, te incita este puñetero tiempo, acabo de terminar una novela desasosegante. Philip Roth escribió El animal moribundo en 2001, posiblemente antes de que la caída de las Torres Gemelas tocase las campanas de las postrimerías. Hoy, el cinismo de esa novela erótica propone al nihilismo como juez de paz entre el sexo y la muerte. Con todo lo arriesgado e inquietante que resulta sumergirse en el mundo de las ucronías, de Philip Roth prefiero La conjura contra América, ahora trasladada a serie. Lindbergh fue el piloto que devolvió, a vuelta de avión, la hazaña de Colón, cruzando por primera vez el Atlántico. Roth lo convierte en el primer presidente filofascista de Estados Unidos, y especula con el derrotero del mundo si Roosevelt hubiese perdido las elecciones de 1940, dejando las manos libres a Hitler.

La ucronía está servida en la gestión de la pandemia. Si en España, la hora cero del contagio le hubiese tocado gestionarla a un Gobierno conservador, posiblemente no habrían aguantado de aquella manera las costuras del confinamiento. Esas irrefrenables pataditas a las espinillas que tanto gustan al nacionalismo se habrían sustituido por un ofuscado ataque a la yugular, para desangrar más el devaluado sentido de Estado. Y el espectro más montaraz de la izquierda hubiesen hecho causa común con esos muchachotes del Capitolio de Michigan, enarbolando la libertad individual y amigándose, como buenos extremos, en que la acracia no entiende de banderas. Pero déjennos la ucronía a los literatos, porque la gestión es el sumidero de los hechos. Y la realidad es tozuda. Una epidemia de este trapío no se combate con el hisopo del laissez faire, beatificando el talante liberal basado en el buen juicio de la ciudadanía. No se trata de rasgarse las vestiduras por no creer en la sensatez de la población. Es que la individualidad, y su exponencial capacidad de contagio, puede joder -con perdón- a todo el colectivo. Que el estado de alarma se vea como un acopio de poder por el Gobierno de coalición, como castores que arriman ramas a su madriguera, es un mal menor si consignas libertarias nos conducen al extremo contrario. La prueba fue en la eclosión de gentío del pasado fin de semana, donde la insignia no era el soplo de aire fresco, sino Manolita la primera.

En el himalayismo, se les guardan honores a los fantasmas de Irvine y Mallory. La gloria oficial de pisar primero la cumbre del Everest se la llevan Edmund Hillary y el sherpa Tensing Norgay, allende 1924. Pero en 1924 Irvine y Mallory lo intentaron, y todavía se especula sobre si lo consiguieron, porque su leyenda quedó fijada a la desescalada, ese vocablo que se ha hecho tan popular y del que se ha apropiado la factoría de eufemismos de la clase política. El cadáver de Mallory fue encontrado en 1999. Todavía se ignora dónde está Irvine, con su cámara de fotos que atestigue la verosimilitud de su hazaña. No se pisen el éxito de este aprobado raspadito, que es el que nos merecemos. Ya saben lo que ocurre con un paso en falso: más dura será la caída.

* Abogado