La familia llega muy seria en busca de un remedio para el repentino contratiempo, en busca de algo que se pueda hacer para que la situación cambie, para que todo vuelva a la normalidad, para recuperar esa rutina que no se valora cuando todas las piezas del engranaje cotidiano funcionan como tienen que funcionar. El especialista (gafas de pasta y barba cuidadosamente perfilada, un hombre con experiencia y vocación de servicio) recibe a la familia con amabilidad. Hace unas cuantas preguntas y escucha con atención. Cada pormenor puede ser relevante. El hijo corrige al padre, «no nos dijeron que fuera de eso, nos dijeron que podía ser de eso». El padre no está seguro. La madre no dice nada. El especialista necesita saber desde cuándo pasa lo que pasa. Necesita saber si es la primera vez que le pasa. Necesita averiguar la raíz del problema teniendo en cuenta los síntomas. Está habituado a resolver todo tipo de casos aplicando tratamientos expeditivos y cortos o pautando procesos más largos que requieren análisis minuciosos, algunos de ellos en Madrid. El especialista sabe perfectamente lo que se trae entre manos, pero no es uno de esos tipos engreídos que habla con aires de superioridad a las personas que precisan de sus servicios, personas con las que empatiza, personas que no están en un buen momento, personas como él.

El especialista está acostumbrado a que familia, amigos, conocidos y no tan conocidos recurran a él como si tal cosa en caso de urgencia. Algunas veces prefiere no decir cómo se gana la vida para evitarse inoportunas consultas, no te importaría, a ver si puedes, cuánto es, me da fatiga haberte hecho venir, haberme presentado aquí, nada, mujer, no es nada.

Ahora el especialista se pone los guantes para hacer las comprobaciones necesarias. Mientras lo hace, mientras maneja con destreza quirúrgica el instrumental meticulosamente ordenado en la mesa de trabajo, mientras localiza la esquiva clave del diagnóstico, los integrantes de la familia no hablan entre ellos, no se miran, prácticamente contienen la respiración interpretando a su manera cada variación facial del especialista, los ojos que parecen abrirse con cierta perplejidad, la boca que medio resopla porque esto es peor de lo que parecía.

Miras a la familia y es fácil pensar que en su desesperación tal vez habrán barajado la idea de recurrir a un cualquiera, a uno de los muchos impostores que sin los conocimientos necesarios te la lían y luego si te he visto no me acuerdo. Ellos no. Alguien que fue atendido por el especialista se lo recomendó, te puedes fiar de él, no va a por la pasta, es un tío honesto y muy claro.

Y ahí está la familia, ansiosa por escuchar de una vez el dictamen del experto, el alma en vilo, la familia unánimemente aliviada y satisfecha cuando el especialista les anuncia que el móvil tiene arreglo y que además lo cubre la garantía.

* Profesor del IES Galileo Galilei