En estos inicios del mes de junio, hace ahora cincuenta años, junto a aquellos de mis compañeros de curso del Instituto que habíamos superado todas las asignaturas, me encontraba a punto de afrontar una prueba académica importante en aquellos momentos. La conocíamos como reválida de sexto (dos años antes habíamos superado la de cuarto). Aquel examen nos facultaba para obtener el título de lo que entonces se denominaba Bachiller Superior, y además nos abría la puerta para poder cursar el Preuniversitario, que a su vez nos daría acceso a la Universidad. No sé cuántos fuimos los que, con diez años, iniciamos la vida académica de la enseñanza media, como se llamaba entonces, pero sí que tras aquella segunda reválida al año siguiente solo éramos 24, la mayoría en Ciencias (17) y el resto, en Letras (7). Esta división había quedado establecida a partir del quinto curso, lo cual significaba que los primeros tendríamos Matemáticas, Física y Química y los segundos, Latín y Griego, pero el resto de las materias eran las mismas, tal y como había ocurrido a lo largo de los cuatro primeros cursos (constituían el Bachillerato Elemental), cuando todas la asignaturas eran comunes, con la única excepción de la Lengua Extranjera (Francés o Inglés).

Eso significaba que al llegar aquel mes de junio de 1970 todos habíamos cursado al menos dos años de Latín, cuatro de Matemáticas, dos de Ciencias Naturales, dos de Geografía (Universal y de España), uno de Historia Universal, otro de Historia del Arte, uno de Filosofía, así como uno de Física y Química, junto a dos de Lengua (Gramática, decíamos entonces) y dos de Literatura. Por supuesto, a ello había que añadir las omnipresentes a lo largo de los seis años: Religión, Formación del Espíritu Nacional y Educación Física. Desde el último tercio del siglo pasado se han producido una gran cantidad de cambios, consecuencia de las diferentes leyes educativas, cuyo mayor logro ha sido sin duda la universalización de la educación secundaria, con el aumento consiguiente de la etapa de enseñanza obligatoria hasta los 16 años. Sin embargo, desde mi experiencia docente pienso que algunos cambios no han sido tan afortunados, quizás porque en el ámbito de la educación, me refiero a los niveles directivos, se impuso a partir de un determinado momento la influencia de los partidarios de valorar cómo enseñar, frente a quienes defendíamos la prioridad de qué enseñar. Por ejemplo, nunca comprendí por qué se comenzó a utilizar la denominación de Ciencias Sociales para una materia cuyos contenidos eran los de Geografía e Historia, y así como encuentro lógico el papel asignado a la Lengua y las Matemáticas, nunca entendí que una asignatura tan fundamental, en cuanto ciudadanos, como la Historia de España, pasara de tener cinco horas semanales a solo tres, además de convertirla en materia de examen en la Selectividad, con lo cual en muchos casos la realidad es que se preparaba al alumno para dicha prueba, no primaba el interés porque aprendiera nuestra historia.

Ese mismo nivel de incomprensión tengo cuando vemos que, como consecuencia de esos cambios, y así seguirá, la mayor parte del alumnado de un país en el que hablamos español accede a los estudios universitarios, a los de Formación Profesional o al mercado de trabajo, sin haber cursado Latín ni un solo año, una lengua que, como sabe todo aficionado a la lectura, tiene un papel fundamental de cara a la comprensión, y la explicación, de cuanto leemos, con independencia del soporte utilizado para ello. Y ahora parece que se ha evitado otro error colosal, como era el de eliminar la obligatoriedad de las Matemáticas en una de las modalidades de bachillerato, el técnico. Todo indica que esta vez se va a dar marcha atrás, pero en otras muchas cosas quizás ya no haya remedio.

* Historiador