Ahora se ha puesto de moda esa máxima de vivir el presente. En realidad, habría que decir que se ha vuelto a poner de moda, porque el carpe diem es una filosofía de vida que emerge de forma recurrente cada vez que el hombre se encuentra antes una situación tan compleja y difícil de resolver que no deja otra cosa que vivir la vida sin más.

Carpe diem. Sí, esto está bien. Pero me surge la duda sobre lo que es el presente. ¿Es eso que pasa ahí afuera, esa sucesión de acontecimientos que conocemos por las noticias, esa retahíla de cosas que hacemos día a día de forma rutinaria? No lo sé. Mi presente está hecho de muchas cosas; está cocido a fuego lento en el tiempo; hilado, tejido, entretejido con cosas que no son de ahora, con cosas antiguas y también con cosas que ni siquiera yo sé si llegaron a ocurrir algún día, o que ignoro si alguien sabe si son posibles o simples elucubraciones o deseos.

Que la vida es algo muy superior a la realidad aparente que manejamos en nuestro día a día es una idea clásica para la que se propuso una teoría científica sólida hace ya un siglo. Todo empezó --cuenta la historia-- con Max Planck y su intento de explicar el hecho observado de que cualquier objeto, aunque se encuentre en reposo y en equilibrio, emite energía debido a la agitación de los átomos y moléculas de las que está construido. Intentando cuantificar esa emisión de energía, Planck propuso que los átomos intercambian energía en forma de paquetes, quantos, aunque su idea no fuera aceptada por la comunidad científica hasta que Einstein la utilizara y demostrara su validez para explicar el efecto fotoeléctrico, ese fenómeno que se usa para controlar automáticamente la puerta del ascensor con un simple haz de luz.

Esa puerta que abrió Planck a la naturaleza profunda de la realidad, la atravesaría luego un tal De Broglie, para proponer que las partículas son ondas, que la realidad física está hecha de ondas de materia. Y tras ellos irían Einstein, Schrödinger, Heisenberg, Bohr, Dirac, Von Newman, y todos los demás... Para ir construyendo lo que conocemos como física cuántica, una física muy eficaz haciendo predicciones sobre el comportamiento del universo, pero nada intuitiva para nuestro sentido común. Porque quién entiende que la realidad es más grande, indefinida y diferente mientras no la observas, y que solo colapsa hasta convertirse en lo que es, en lo que vemos, al mirarla o medirla. Quién entiende que dos cosas quedan unidas para siempre, y comunicadas automáticamente a una velocidad infinita, aunque estén separadas millones de kilómetros, si se han encontrado y compartido una historia antes en el tiempo.

Algo podemos intuir; de hecho, lo hacemos. En realidad, no podría ser de otro modo, porque nuestro cerebro, como parte del universo, expresa esa sustancia cuántica profunda. Esto es algo que vieron los hombres de letras coetáneos de los Planck, Einstein y Schrödinger. Me refiero al movimiento surrealista de Breton, Appolinaire y demás, y en particular a uno de sus precursores, Alfred Jarry, inventor de la Patafísica: «Ciencia de lo que se añade a la metafísica, así sea en ella misma como fuera de ella, extendiéndose más allá de ésta tanto como ella misma se extiende más allá de la física (...) ciencia de las soluciones imaginarias que acuerda simbólicamente a los lineamientos de los objetos las propiedades de éstos descritas por su virtualidad».

Esa sustancia profunda de que está hecho el universo se expresa cada día en todo lo que hacemos, decimos, pensamos e imaginamos. Todo, pasado, presente, futuro, real o imaginario, está aquí y ahora junto bailando sobre la misma onda generada en el gran Big Bang con que comenzó todo. No es de extrañar que te sienta aquí dentro de mí, aunque estés en Madrid, o que escuche a Depeche Mode como si estuviéramos en 1990. Nunca he dejado de cantar aquel himno que puso banda sonora a nuestras vidas y nos invitaba a hablar con la mirada y disfrutar del silencio: «Enjoy the silence».

* Profesor de la UCO