Vivimos en la edad de la paciencia. Septiembre se nos muestra en la retina como una bomba lenta, de efectos retardados, entre las imprudencias veraniegas y la necesidad de seguir adelante con la vida. En Madrid, bodas sin barra libre, sin cócteles ni baile. No me parece mal, como no puede parecerme mal ninguna de las nuevas medidas, sea el metro y medio de distancia entre las sillas de una misma mesa, en una terraza, o la mayor reducción del aforo en los velatorios. Una población que ha sabido aceptar su reclusión total ya puede hacerse a todo, porque lo importante es respirar. Comenzamos septiembre con la indefinición como consigna y hay que acostumbrarse siempre a improvisar, a esos descubrimientos de última hora y a una cierta docilidad social. Porque sin disciplina verdadera, sin esa convicción, las medidas no valdrán de nada. Comienzan los colegios con una sensación de nebulosa extendida sobre los territorios, porque el curso tiene que empezar y los niños, como las autonomías, no pueden ir por libre. Se hace imprescindible una coordinación: o sea, un Gobierno. Porque la última coordinación entre comunidades que tanto se pondera está también muy cerca de la arbitrariedad de cada uno, a falta de medidas más centrales. Dice Fernando Simón que la pandemia se ralentiza, que el túnel puede volverse algo más nítido, siempre que al final nos ilumine el brillo permanente de su palabrería. También dice Simón que los brotes son cada vez menores, y ojalá sea verdad. Pero a Simón se le escucha ya, o ya desde hace tiempo, como esas melodías de fondo que suenan en las bodas cuando la fiesta se acaba sin que uno haya encontrado a su pareja de baile. Es más: las intervenciones de Simón suenan como esa música, con ese acabamiento entristecido, pero sin barra libre, que al final algo alivia. Y nuestra realidad se nos presenta como esa pista vacía, con la orquesta tocando los últimos compases sin que nadie atienda a la recena, mientras alguien se entrega a la pasión real sin mascarillas.

Esto tiene menos que ver con la resignación que con el aguante radical, con una especie de temple ya adquirido que nos está curtiendo en la mirada una normalidad de espanto relativo en lo que cabe esperar del día siguiente. Nos afecta a todo: a este verano extraño y a las relaciones familiares, a las separaciones de las gentes que realmente queremos, al dolor y al trabajo, a todo el entusiasmo de vivir. Todo se paraliza, todo está en suspenso. El artículo de arranque, con su pulso a septiembre, de principio de curso, es un llamamiento a la paciencia, porque la vamos a necesitar. Eso que te hace más fuerte y al final se convierte en una identidad. Porque luego hay maravillas cotidianas como leer la autobiografía de Woody Allen y recordar alguna página perdida de Adulterios , esas tres obras de teatro con un ligero tono surrealista y una voz que te anuncia que es posible el encanto, y encontrarlo después en una escena que podría comenzar cualquier película.

La edad de la paciencia es una realidad si miramos de frente el titular político. Y sin embargo estamos, persistimos, tocamos el revés del horizonte y los sueños pendientes. Ya nada puede sorprendernos, ni siquiera la enésima cortina de humo del referéndum sobre monarquía o república que vuelve a plantear Podemos. Este barro es así: nos van a reventar de un martillazo económico, pero hay que repensar la Transición. Pues sí, hay que echar mano de paciencia para espantar la ira, el descreimiento, el desánimo. Todo excepto el desánimo, que es una enfermedad del alma y la conciencia. Este septiembre no es, ni de lejos, el mejor que hemos conocido, pero puede ofrecernos sus sorpresas y sus deslumbramientos. Aquí nada está perdido y queda todavía mucha arena que pisar, labios que leer y libros que abrazar, con la belleza y la naturalidad de compartir un café.

Así que abandonaremos esa boda gris a la que hemos sido invitados sin pedirlo realmente, sin barra libre o cócteles, con la orquesta apagada y sin poder bailar. Hemos vuelto a ver a algunos viejos amigos, hemos brindado con ellos casi de mesa a mesa y nos hemos alegrado al saber que aún siguen juntos o que sus hijos están bien. Daremos un paseo hasta el amanecer y pensaremos que la fiesta, tan acordonada, siempre habría podido estar peor. Es una sensación que se presenta con el nuevo septiembre: porque necesitamos un resto de optimismo para seguir el ritmo de la nueva música interior y esperar a que bailar sea posible, o una normalidad sin adjetivo.