Os contaré la anécdota, y así acabamos antes. Me encontraba yo en un bar de copas regentado por el clásico pseudoamigo borracho. ¿Clientela?: mi persona, pareja, un finlandés igualmente puesto y un español cacho de pan entrado en carnes que se ceñía, solito y melancólico, a la barra. En esto aparece la troupe de británicas pasadísimas, con evidentes ganas de juerga. Piden cacharros. Una de ellas acosa física y moralmente al gordito, quien retira una y otra vez, con paciente mano, la garra de la sajona. Y ahora vamos a lo que de verdad cuenta. Estas gentes, acaloradas y lujuriosas, desean fumar, por lo que se las invita a salir a la calle. Cubata en mano y a duras penas, obedecen. Mi pseudoamigo las llama al orden: «¡No se puede beber en la calle!» Surge aquí el conflicto neuronal: tabaco fuera/cubata dentro. La una, indecisa, vacila en los escalones y deja caer su vaso. «¡Oh, my God!» El regente se cabrea. Tres de las mujeres fuman en el exterior. «Este hombre», me cuenta una con la vista perdida, reculando sin voluntad sobre sus tacones, «este hombre muy borracho, él, dueño, muy borracho». Todo el mundo está pasadísimo aquí, pero nadie lo sabe.

Gritos. Gran bronca antes de pagar. Sentencia del regente, pseudoamigo mío, borracho: «¡Fuera de mi bar, borrachas!». El zoológico se queda vacío. Me alejo del local y sigo escuchando maldiciones, y brindo por el Estado y sus fabulosas leyes restrictivas. La multa es algo fantástico. Ni la mayor trompa del mundo puede sacudir el miedo del comerciante. Obediencia ante todo. ¿Quieres relajarte? Pues vete al campo. Allí podrás mear y beber y fumar a tu antojo, en pelota picada si te gusta. Pero no vengas a la ciudad con la mente abierta y el corazón puro, porque hasta el más pasado te llamará loco, si no obedeces a Papá Fanático Estado.

* Escritor