Sin que nos demos cuenta, los himnos de las naciones nos aportan una información muy sutil del rasgo común de sus ciudadanos. El himno es el escapulario de la emotividad patriótica. Sin embargo, cuando los mecanismos de poder lo esclerotizan, también conviene acudir a los himnos oficiosos. No todos los países cuentan con esa recámara sentimental. La Marsellesa es tan poderosa que a los franceses les basta y les sobra para cohesionar sus iras y sus grandezas. Mas para los estadounidenses, entonar América te concilia con el lado bonachón del sueño americano. Por su parte, Waltzing Matilda hace entrañable la indómita singularidad de los australianos, al tiempo que mantiene su conexión con la genial extravagancia británica. Los italianos se demedian entre Aída, el aria de Verdi que entonó los códigos de la unificación; y el Azzurro de Celentano, el surrealismo de una canción que, no obstante, marca el sentimiento estético y vital de los trasalpinos.

¿Y nosotros? Difícil decisión en un país que malea continuamente una brusca generosidad y unas sobreactuadas contradicciones. La extranjería sublimaría el ¡Que viva España! de Manolo Escobar, esas adhesiones que firmarían las palmaditas malajes de los primeros turistas de Benidorm. Para el consumo interno, nos guste o no, el mínimo común denominador es Paquito el Chocolatero, la verbena y la charanga que, pese a nuestros aires pendencieros, delata un ADN noblote.

Camilo Sesto nos ha dejado. Y antes que las opacas tonalidades que evocaban a un Rosebud hispano, me quedo con la indisociable fusión de sus melodías con las fiestas de los pueblos. Mientras los falsetes se adueñaban de su personalidad, en ese Getsemaní que producía e interpretaba en la Gran Vía, los alcaldes de aquellos primeros ayuntamientos democráticos se afanaban en resolver el abastecimiento domiciliario de agua a sus parroquianos. La voz de Camilo contribuyó a la consecución de otras transiciones: bares minimalistas en cuanto al surtido de licores, que colgaban la foto del equipo local, melenudos con los brazos cruzados equipados con lo que parecía una estampada camiseta interior; cantineros avispados que desalojaron el almacén de las cajas de cervezas, colocando en el techo focos de colores y mirando hacia otro lado cuando, al pinchar Melina, los que pillaban el baile lento se morreaban.

La música de Camilo Sesto podría asemejarse a los pintores academicistas: barridos posteriormente por la crítica ante el empuje de las vanguardias. En la Transición, la Movida fue un conglomerado de impresionistas, expresionistas y fauvistas, mientras que los que actuaban en el Florida Park con traje chaqueta estaban llamados a extinguirse, igual que los manteles de hule y los mondadientes. Los pueblos se convirtieron en un reservorio de nostalgia, repartiendo sus festejos entre el heavy metal y los bolos de la vieja guardia. Camilo Sesto quedó un poco en tierra de nadie, arrastrado por el esoterismo de una personalidad extraña, pero manteniendo esa hilazón entre un triunfador en las Américas que mantenía incondicionales en toda la geografía española. No hay boda, bautizo o banquete que, antes o después de las jaculatorias del Chocolatero, resurja ese otro himno oficioso que es Melancolía. Por ello cuadra que Camilo dedicase no hace tanto, un himno a un equipo local de fútbol sala, de Bujalance por más señas.

Este es un país en el que nos rasgamos la camisa, pero no transcribe un peronismo de descamisados. Aquí, un cantante del pueblo no arrastra una soflama metafísica. Hablamos de una voz prodigiosa, que te permitía achucharte a tu pareja mientras bailabas junto a la fuente recién inaugurada.

* Abogado