Yallí estaba, tumbada en mi parcela de arena perfectamente acotada, sobre la tumbona desinfectada, cuando caí en el letargo que me engulle cuando en la playa el sol ya ha transitado el meridiano celestial.

Esa hora en la que de niña, exhausta por los baños y el combate con las olas desde bien temprano, el estómago empezaba a rugirme y solo encontraba consuelo aletargada bajo la sombrilla de loneta con topos de colores que mi padre hundía en el subsuelo, con su robusto pincho de hierro, hasta que oía la voz que me llamaba a comer.

No fue ayer aquella voz la que me devolvió a la vida, sino la conversación de unas niñas que, ajenas a mí, debatían sobre el negocio de las pulseras que estaban haciendo con cuentas de colores. ¡El emprendimiento se atisba desde temprana edad!

Esa conversación y mi estado post meridian me devolvió a aquel tiempo en el que embadurnada en aceite Uve sin filtro solar (¡aquel olor!), con bikini de rayas y mi amiga Nani, hacía las cuentas de la lechera en pesetas sobre la venta de nuestras pulseras de macarrones de colores y los restos de algún collar roto. Ahora el material es mucho más variado, pero la ilusión y hasta la conversación diría que son idénticas.

Y es que, sumergida en la tumbona en la que me hallo, curándome de tanto ir y venir, pero atenta a lo que me rodea, he descubierto que hay cosas que el tiempo no cambia.

El desgaste de las parejas presas en la órbita de su sombrilla a las que solo les queda en común la cuota de la hipoteca y un puñado de niños que gritan alrededor; la hora mítica de los espetos, crucificados en sus cañas ante las ascuas de madera de olivo que les deja esa piel tostada y salada, manjar de dioses; las miradas furtivas del padre de familia de la vecina tumbona a las señoras macizas que pasean por la playa; el placer del primer sorbo de cerveza helada después del baño de las dos; los suspiros de tantas mujeres que, aunque libres de aquellos bañadores de recios cascos y doble falda, siguen siendo esclavas de demasiadas cargas; las toallas de colores con marcas de bebidas, el terral de cada año y las palmeras de crema y chocolate... todo en su sitio.

Cuando llega agosto y el traje de baño nos iguala a todos, tanto que jugar a adivinar quién es cada uno sigue siendo un gran reto, hay cosas que vuelven, por más que nos hayan parcelado la arena con banderines de colores y tapado la boca con mascarillas. Dentro de cuarenta años no estaré para comprobarlo y solo me pregunto si habrá niñas que sueñen con pulseras de colores y ganancias, aunque sea en bitcoin y dentro de burbujas con arena.