Prefiero hablar de Stephen Hawking en presente y contemplándolo como una entidad real más que como un suceso en el tiempo o una vida pasada. Acaba de morir, es cierto. Pero el Stephen Hawking de mi memoria sigue siendo el mismo. Ese es el secreto de la inmortalidad. Las personas persisten en la memoria de los que siguen vivos. El primer recuerdo vívido que conservo del genio de la física y la cosmología es su discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1989. Decía a través de su sintetizador de voz casi literalmente: «Es imposible limitar el alcance de la investigación científica. Jamás se podrá evitar que un científico entretenga su mente en hacerse preguntas sobre la realidad y proponer respuestas a esas preguntas». Es cierto: los científicos son mentes libres.

Tengo otro recuerdo impactante en mi memoria personal sobre Stephen Hawking, un recuerdo casi tan contundente como el impacto de un meteorito de 1,5 kilómetros sobre mi manera de ver nuestra civilización, la Humanidad, nuestra vida en la Tierra. Decía también Hawking más recientemente: «La única estrategia segura para salvar la Humanidad es buscar refugio en otro planeta».

Se trata en ambos casos de reflexiones casi de sentido común, pero hechas desde la posición privilegiada de una mente prodigiosa que, por eso mismo, merecen ser tenidas muy en cuenta.

Y luego está obviamente la memoria de la ingente obra del físico Hawking: sus aportaciones a la comprensión de los agujeros negros y al origen y evolución del universo. Y su actividad divulgadora del conocimiento científico a través de obras como Breve Historia del Tiempo, El universo en una cáscara de nuez o Una brevísima historia del tiempo.

Igual que otros grandes genios de la física, como Newton o Einstein, también Hawking abordó la elaboración de una teoría del todo, una teoría que explicase la realidad conocida. En su caso buscó una teoría unificadora que combinase la cosmología y su estudio de lo muy grande con la mecánica cuántica y el estudio de lo muy pequeño.

Como extensión filosófica de su ciencia se le atribuye una negación de la necesidad de la existencia de un dios creador del universo. En su obra El gran diseño, afirma: «Porque existe la gravedad, el universo puede crearse y se creará a sí mismo de la nada»... «La creación espontánea es la razón por la que hay algo en lugar de no haber nada, la razón por la que el universo existe y la razón por la que existimos nosotros mismos».

En cuanto a su perfil más humano, es de sobra conocida su heroica manera de abrazar un destino marcado por esa enfermedad terrible, la esclerosis lateral amiotrófica, que amenazó con aislarlo del mundo a los 21 años, pero que provocó en él precisamente un efecto contrario. Lo conocemos como el genio en silla de ruedas que desarrolló su propio código para comunicar sus pensamientos y seguir trabajando y produciendo ciencia durante años hasta su muerte.

El 14 de marzo de 2018 ya figurará como una fecha señalada en la historia de la ciencia. Su muerte deja un vacío que el universo tardará bastante en llenar espontáneamente. Su colega Lawrence Krauss ha lanzado el siguiente tweet en su memoria: «Una estrella acaba de apagarse en el cosmos. Hemos perdido un ser humano asombroso. Stephen Hawking luchó por explicar el cosmos con valentía durante 76 años y nos enseñó a todos algo importante sobre lo que de verdad significa celebrar la vida como un ser humano».

Me quedo con sus recomendaciones, hechas desde su profunda sabiduría, su hoja de ruta para sobrevivir en este universo inabarcable que intentamos abarcar mientras se expande y evoluciona. Quizás la verdadera grandeza del universo esté en su capacidad de evolución desde la nada hasta producir una mente que le permita comprenderse a sí mismo.

* Profesor de la UCO