No hay paraíso sin lejanía. La distancia es el premio a las utopías, la estela de alcanzar la gloria tras el sufrimiento. Por eso lo asociamos a parajes insólitos, en muchas ocasiones inaccesibles salvo para el testarudo reducto de la imaginación. Vargas Llosa hizo bien en titular El paraíso en la otra esquina para hilvanar aquellas exuberantes ideologías decimonónicas con el canon de los Mares del Sur: la Polinesia se presentaba como el mejor canon para expiar las arrogancias occidentales, bañándolas en la sensualidad y la quietud del buen salvaje. Por ahí navegó la insurrección de ángel caído de Fletcher Christian, al encabezar el motín de la Bounty. O llevó a consagrar a un pintor que, desde sus devaneos en Arlés, se mostraba a rebujo de una oreja caída. Y es precisamente Gauguin el que sublimó aquella provocación cani de aquella serie de hampones y rameras finas. Sin tetas no hay paraíso, aunque el cuadro en cuestión sea oníricamente casto.

La baronesa Thyssen amaga con poner a la venta una de las obras insignia de su colección particular: el Mata Mua, de Paul Gauguin, pintado en 1892, cuando las también recónditas islas Salomón estaban bajo la soberanía española. Un Gauguin en el Paseo del Prado es una rareza tan exquisita como un Velázquez en el Louvre. A Carmen Cervera no se le ha hecho el merecido homenaje por lograr que tan excelsa colección de arte recalase en Madrid. Esta agrupación conjunta de obras maestras no la conoció este país desde que Luis de Haro se llevó la parte del león en la almoneda de pinturas tras la decapitación de Carlos I de Inglaterra. La baronesa se encadenó a los plataneros del Prado para evitar su tala. Y ya hizo cash con otra dolorosa venta (La esclusa, de Constable), amén de que también estén en la parrilla de salida obras de Degas, Monet o Hopper.

Mal momento para estos dilemas. Implorar a las autoridades que el Mata Mua se quede en España puede resultar para un buen sector de la ciudadanía el alivio ñoño de unas lágrimas de cocodrilo. Mal asunto el de mezclar distintas unidades de medida. El Congreso adoptó la semana pasada una resolución histórica, con la aprobación del Ingreso Vital Mínimo. Algunas bancadas emitirían su voto a regañadientes, con la convicción de que se castiga más en las urnas ser cicateros que consecuentes. Pero en esa cuadratura espasmódica de nuestras finanzas, tras ese desplome económico que se nos ha venido encima, hay que levantar un clamor por la Cultura. Ni en los peores momentos de la guerra civil, cuando España era la vívida encarnación del hambre y la balanza de la contienda podía inclinarse por súbitas financiaciones, cuajó la posibilidad de cambiar Las Hilanderas por metralletas. Si podemos dar fe de que la posteridad existe es precisamente por todos aquellos hombres y mujeres que arriesgaron su vida para garantizar la propia supervivencia de la pinacoteca del Museo del Prado. Igual que hicieron los directores del Louvre, diseminando en castillos del Mediodía francés aquellas obras más apetitosas para el expolio de los nazis.

Espero que la baronesa amague pero no apriete. El Mata Mua no es solo la lúcida inspiración de un pintor. El artista sintetiza en un lienzo o una cuartilla todas las convulsiones emocionales de un soplo de tiempo. El arte es nuestro carbono 14, nuestra datación geológica. Hay que buscar parné para comer, indudablemente. Pero sin arte no hay paraíso.

* Abogado