Se ha hablado mucho de la química que existía entre Helmut Kohl y Felipe González, una empatía que se fraguó pese a militar en familias ideológicas distintas. Kohl tonificaba a los conservadores alemanes, mientras el líder sevillano lanzaba hisopos al marxismo, sin perder como referencia a su idolatrado Willy Brandt. Pero la cosa cuajó, y más cuando González tuvo el olfato de no dudar un segundo en apoyar al amigo Helmut en cuanto los resquicios del muro de Berlín abrieron una vía clara a la reunificación alemana. Más reticente fue el apoyo de Mitterrand, que vio en el pegamento alemán un achicamiento de la grandeur francesa. La intuición de González nos granjeó una infinidad de cartelones en nuestras carreteras, anunciando el maná de los fondos Feder.

Años más tarde, en el 2012 para ser más exactos, se labró otro idilio más modosito, aunque algunos llamaron el barco del amor aquel paseo fluvial de Merkel y Rajoy por Chicago, a propósito de una cumbre de la OTAN. España estaba con el agua al cuello, y a cambio de exorcizar el rescate que ya había tambaleado a Grecia, acaso se fraguaron otros acuerdos secretos. Sin ir más lejos, la compra masiva de telefilmes teutones, para testar el carácter ecuménico de los culebrones. Gracias a ello, nos hemos ido acostumbrado a ese paisajismo de cuernos contenidos, magníficos coches y colmadas cervezas; un versionado del kitsch alemán, con Baviera a la cabeza, igual que si aquí le diésemos la vuelta al calcetín a la muñeca gitana que taconeaba en el pañito del televisor.

El pacto ya está aquí, y el tufo bávaro puede hacerle tilín a la coalición. PP y Ciudadanos verían con agrado una ósmosis entre la Feria de Abril y la Octoberfest. Se le harían los ojos chiribitas si a la mitad de su legislatura sus hagiógrafos comenzasen a hablar de la locomotora andaluza. Y por qué refutar la melancolía de La Habana es Cádiz… pero mucho mejor decir que Sevilla es Múnich con más salero. Al fin y al cabo, Baviera es el sur del norte, y nosotros aún llevamos más con estigma que con orgullo ser el norte del sur. Y en este incontenible éxtasis del cambio, solo le faltaría a Moreno Bonilla aplicar la más dolorosa usurpación al catecismo socialista, vociferando que a Andalucía no la va a conocer ni la madre que la parió.

Sin embargo, hablando de referentes geográficos, no vayamos a desnortarnos. En estas casi cuatro décadas, Andalucía no ha sido ajena a la espectacular transformación que ha conocido este país. Con el arropamiento, incluso, de decisiones políticas de calado, como esa primogénita línea del Ave para restregar a la ensoberbecida prosperidad norteña que el sur también existe. Unas mejoras sustanciales que no pueden derivar hacia el conformismo cuando fallan unas premisas mayores: una elevada tasa de desempleo y una ruin imaginería de sociedad subvencionada que lastra los propósitos de despojarnos de nuestros complejos.

El cambio de escenario tienta a la izquierda a hacerse montaraz, y a revivir el artero altruismo de los bandoleros que moraban en la malagueña Cueva del Gato. La marca andaluza de Podemos ya ha eludido una silla en la Mesa del Parlamento, entendiendo que la generosidad de Ciudadanos es un lavado de imagen. Marta Bosquet sustituye a Juan Pablo Durán, lo que parece cerrar el ciclo de la alternancia democrática en toda la piel del Estado. Y al socialismo le queda la bipolaridad de lamerse las heridas y sustentar la gobernabilidad de España. Quizá de esa forma, y ejerciendo una oposición consecuente, sea la mejor manera de reconquistar Baviera.

* Abogado