En los últimos años figuraba persistentemente entre las grandes cuestiones de la convivencia hodierna de la sociedad española. Tras la comúnmente conocida como Ley Celáa se ha convertido en una urgencia nacional. Sin una noción del pasado es imposible construir cualquier imagen o proyecto de nación. Con deformaciones ópticas o axiológicas, interpretaciones gratuitas o frívolas versiones, relatos unilaterales o análisis carentes de toda voluntad de acribia, resulta empresa vana ningún legítimo intento de comprender la identidad más profunda de un pueblo; y cuando este es uno tan rico y pluriforme culturalmente como el español, las tentativas de tal índole se despeñan ineluctablemente por las simas de la aberración.

Dada la superioridad de todo punto incontestable de los medios de comunicación de masas frente a los de la denominada cultura elitista (en esencia, la proporcionada por un Bachillerato aceptable y una Universidad no más allá de discreta), se convierte de antemano en labor fracasada de antemano la reivindicación de unos órganos audiovisuales y periodísticos en los que la visión e información acerca del ayer lejano y próximo de la sociedad hispana se encuadren, como acaba de señalarse, en unas coordenadas de mínimo rigor.

De tal suerte que se ofrece como un trabajo de Hércules el afanarse en contrarrestar tan lamentable orfandad sin un sostenido esfuerzo de las Academias y centros de investigación en pro de un panorama más alentador. Pero solo desde el diagnóstico más severo de esa indigencia será agible vencerla. A partir de dicho presupuesto, el primer peldaño de la tarea estribaría en poseer una radiografía completa de la magnitud del déficit historiográfico ofrecido por el actual sistema educativo. Un procedimiento relativamente fácil de lograrla radicaría en una gacetilla cotidiana en alguno de los diarios de mayor audiencia y prestigio en que figurasen los gazapos y errores factuales en punto a la referencia de episodios y personajes de ese pretérito colectados en la meditada lectura o pausada audición de páginas y programas de la extensa, casi inabarcable red mediática. Así se conseguiría, una foto fija y, a ser posible, resaltada en las mencionadas tribunas informativas del verdadero estado de la comunidad española respecto al uso y empleo de su historia. La cosecha entrojada sería, a buen seguro, tan rica como ilustrativa del alto grado de ignorancia usufructuado por ella acerca de su trayectoria histórica, incomparable, desde luego, con el envidiable conocimiento de su pasado de sociedades como la lusitana, la francesa o la británica.

Con tal horizonte o encuadramiento cultural se descubre, en buena medida, lógico y hasta «normal» que la banalización más completa estrague el escaso cultivo de la historia hispana del lado de la mayor parte de las editoriales consagradas a satisfacer la demanda del lector medio. Sin resistencia por parte de un público sin familiaridad con su pasado, la banalidad reina con despotismo en los títulos con mayor predicamento bibliográfico así como en las de ordinario muy reducidas secciones culturales de periódicos y revistas.

Podemos, no obstante, ¿imaginar un futuro distinto y mejor? El modesto cuarto a espadas del anciano cronista se echará en un próximo artículo.

* Catedrático