Podría confundirse con la serpiente del verano, si no fuera porque ha surgido cuando se adivinan ya los aromas otoñales y porque, lejos de ser uno de esos temas frívolos con los que los periódicos animaban el desértico cotarro informativo de agosto -antes de que la política nos aplastara sin tregua--, lo de dejar los relojes quietos sea cual sea la estación del año, o no, es un asunto serio y altamente enrevesado que afecta a todos los ciudadanos de Europa en su economía, su ritmo en el trabajo y el estudio y, en general, en todos sus usos y costumbres. Eso del uso lo escribo con cierto regodeo, porque una de las cosas que más gracia me hacen del aluvión de noticias y comentarios de todo tipo -contradictorios a veces y casi siempre desorientados y confusos-- que ha generado el globo sonda lanzado por la Comisión Europea acerca de un posible cambio de los husos horarios en el continente es que, en su versión escrita, el despiste se ha instalado ya desde la misma ortografía.

No sé si como lectores han reparado en ello, pero desde que el pasado 30 de agosto el Ejecutivo comunitario dio a conocer los resultados de su encuesta estival on line, contrarios al trasiego de horas para adelante y para atrás en marzo y octubre en el que llevamos muchas décadas instalados, hay escribientes -no solo plumillas, también sesudos analistas-- que extienden a la colocación de la h el lío morrocotudo en el desenredo de la madeja. Así que no es infrecuente ver uso y huso trastocados incluso en una misma pieza. Y no es que una pretenda disculpar semejante incorrección gramatical, pero hay que reconocer que hace tanto que la palabra «huso» dejó de usarse que cuando vuelve rescatada del túnel del tiempo pasa lo que pasa. El Diccionario de la Real Academia lo define como «cada una de las partes en que queda dividida la superficie terrestre por 24 meridianos igualmente espaciados y en que suele regir convencionalmente un mismo horario», pero esta es una de esas definiciones, como tantas otras, que memorizas en el colegio para aprobar el examen y luego aparcas sine die en el sumidero de la memoria. De hecho, si les soy sincera, yo, más que ese huso, recordaba el del maleficio de la Bella Durmiente y su inexorable pinchazo ante la rueca por culpa de una maldición, ya ven hasta qué punto pueden marcar los cuentos de la infancia.

Pero ahora los españoles nos hemos acordado -y algunos sabido, no nos pongamos estupendos- de que nuestro país se rige por el huso horario que marca la hora de Europa central y que lo hace desde 1942 en que a Franco se le ocurrió seguir la estela de Alemania. Mal hecho según muchos (ese y otros mimetismos, claro), porque en lugar de adoptar esta anomalía cronométrica, dicen los detractores de una medida tomada por ahorro energético, lo que tendríamos es que haber optado, y estamos a tiempo de enmendarlo, por adaptarnos al huso que nos corresponde geográficamente, que es el mismo que marca la hora de Gran Bretaña, Irlanda y Portugal, el del meridiano de Greenwich. Como se ve, la consulta pública planteada desde Bruselas, en la que participaron 4,6 millones de ciudadanos -cifra al parecer récord pero que representa solo el 1% de la población europea- nos sirve para refrescar conocimientos geográficos y léxicos pero no para mucho más, salvo para liarnos. Porque aunque prima el criterio de que el baile horario ahorra poca energía y disloca cuerpos y mentes, nadie tiene claro cómo pararlo a gusto de todo el mundo. Por si lo quitan, yo pienso disfrutar más que nunca de la hora extra que volverá a regalarnos el cambio al horario de invierno.

* Periodista