Como imagino que sabéis, los profes también pasamos nuestros exámenes. Imagino, o quiero imaginar, que nos examinamos todos los docentes, los de la pública, los de la concertada, los de la privada, los universitarios. Es probable que haya dado demasiada rienda suelta a mi imaginación. Empleamos el término genérico «auditoría», usado comúnmente en el mundo empresarial (ahora se insiste mucho en que los alumnos son clientes y que hay que cuidarlos, pero que no se olviden de cuidar a los empleados). Desde que yo recuerdo, al menos un par de veces al año paso por este trance. Hace unos días me llamaron para pasar revista como tutor. Nadie te pregunta cómo te encuentras cuando te sientas frente a tu examinador o examinadora. Tampoco es el caso, seguramente. Nadie se preocupa de tu estado emocional. Solo te reclaman si tienes tal papel en regla, tal otro, si mandaste bien tal documento a tal departamento o a tal otro, si tienes todas las tutorías firmadas por lo padres o si realizaste bien el protocolo para mandar a un alumno o alumna al departamento de orientación. Lo que te digo, nadie te pregunta cómo estás, cómo llevas el curso, si estás cansado de aguantar a ese par de alumnos que se te encaran, si te cabreaste un día con algún compañero o compañera, en fin, multitud de circunstancias que rodean la labor del docente, como también, claro, la de cualquier profesional. Pues bien, mientras esperaba mi turno (siempre hay que esperar, como en el médico), me di cuenta de que en la habitación contigua estaban los alumnos que necesitan un cuidado especial. Entré y efectivamente allí estaban M, E, I, A y J. Escribo las iniciales de sus nombres por aquello de la protección de datos. Eso sí, de sus educadores-cuidadores no voy a protegerlos. Ellos son Juan, Mayte, Rafa, Azucena, Estefanía, Auxi, Maricarmen. Sin apenas darme cuenta, es probable que mi centro educativo lo hubiera hecho a propósito (lo de poner la habitación del examen al lado de la de los alumnos de integración), me vi sometido a otra auditoría, infinitamente más importante que la otra: la auditoría del corazón. Sin titubeo alguno aunque con ciertas dificultades para hablar y desde su silla de ruedas, I me sometió a un interrogatorio absolutamente emocional con preguntas del tipo: ¿eres feliz aquí? ¿Cómo se llama tu madre? ¿En qué calle vives? M, por su parte, me pidió prestadas las manos para contar mis dedos porque está aprendiendo a sumar. Con E pude cantar algunos fragmentos de En un puerto italiano... ¿la recuerdas? No os engaño si os digo que toda mi estructura emocional entró en revolución. Y toda mi memoria retrocedió hasta el origen en el que decidí, como cualquier hijo de vecino, dedicarme a lo que me dedico. A continuación, entré en la auditoría. Siempre me falta algún papelito, pero os aseguro que mucho más me hubiera importado que me hubiera faltado algún papel en la auditoría del corazón, que previamente había pasado.

Ese mismo día, ya por la tarde se me vino a la memoria como una luz clara y distinta lo que el eminente cardiólogo Valentín Fuster dijo mientras impartía un máster de cardiología en una Universidad Norteamericana (lo podéis leer en el libro La Ciencia y la Vida, escrito en diálogo con José Luis Sampedro) y un alumno protestó porque había pagado mucho dinero y no quería escuchar a Fuster, que estaba en ese momento hablando sobre el corazón como órgano emocional. El cardiólogo le respondió con firmeza que hablaba del corazón como estado emocional porque si un médico no logra comprender el estado del corazón de sus pacientes como emoción, jamás logrará comprender el corazón como órgano biológico. Amén.

* Profesor de Filosofía

@AntonioJMialdea