Ginés Liébana vuelve a Córdoba, la Córdoba de la pena fina y el arte en vena de la que nunca acabó de irse este reinventor de universos, a pesar de haber hecho las maletas en los años cuarenta del pasado siglo para ser el exiliado alegre que todavía es a los casi cien años. Contra ellos lucha cada mañana quien sigue presentándose como «de profesión, activo», lo mismo ante el lienzo que desmelenándose por escrito; como siempre, sobrado de ímpetu creador aunque la flaqueza física y la amenaza del coronavirus lo mantengan encerrado en su piso de Madrid, donde se da paseítos apoyado en el bastón para no enmohecerse. Por eso el único superviviente de Cántico, ayer en guerra contra lo contemporáneo y hoy artista de culto tanto por su obra como por su fértil longevidad, no ha podido asistir a la inauguración de la muestra antológica que le dedica la Diputación, retratos y dibujos de seres alados y otras quimeras ofrecidos a modo de aperitivo de todo lo que vendrá en 2021 para festejar su siglo de vida.

Y bien que le hubiera gustado no perdérselo, me decía ayer al teléfono, entre otras cosas porque la maestra de ceremonias era Carmen Calvo, quien ya le presentó en 2019 una exposición en la Casa de la Moneda de Madrid -parte del centenar de cuadros ahora exhibidos-, valedora del grupo poético que coloreó de belleza la literatura triste de postguerra y amiga incondicional de Ginés como lo fuera de Pablo García Baena. A este lo admiró tanto que, siendo consejera de Cultura, le preparó a los 83 años, por si no vivía para verlo como así fue aunque lo rozó -falleció a los 96-, Casi un centenario en forma de libro-homenaje al gran poeta, que lo hubiera cumplido también el año que viene. Lo mismo que Julio Aumente, otro ilustre miembro del grupo que dará nombre a la archiesperada Biblioteca de los Patos, donde podrá consultarse parte del legado literario de García Baena a partir de febrero según la vicepresidenta del Gobierno, si es que su apertura no vuelve a retrasarse por enésima vez. Ojalá que en esta ocasión el anuncio oficial cristalice en hechos y Ginés -con cuya presencia para la clausura de marzo se ilusiona el comisario de la exposición, Eduardo Mármol- llegue a tiempo de ver rotulado el edificio libresco que se levanta sobre su querida rosaleda, uno de esos retazos de la Córdoba perdida que Liébana lleva incrustados en la memoria.

Pero este espíritu libre, cercano y ausente, cálido y escurridizo, no cree en nostalgias y mucho menos en duelos. Saborea el néctar de la vida según toca en cada momento. No añora las tertulias entre amigos y las ilustraciones para la revista Cántico; ni sus jóvenes correrías artístico-amorosas por el mundo. Tampoco echa de menos la época dorada de los setenta, ya con renombre en Madrid, en que fue centro de la Academia Invisible, como él llamaba con su guasa habitual a los guateques de intelectuales y gentes de la farándula que montaba en su casa. Allí, travieso y genial, lo mismo pintaba que escribía, bailaba o cocinaba -si no hacía todo al mismo tiempo- para la corte celestial que lo aplaudía sin descanso. A este clásico sin edad afincado a su pesar en la vanguardia le gusta poco recordar, y nada hablar del futuro. Se enfada si le preguntas por el centenario y la posteridad y lo más que responde filosófico es que lo que diga hoy no vale para mañana porque «todo cambia y todo se desvanece». «El no creer en el compromiso y la permanencia -concluye- me hace sentir más vivo». Que así sea.