Es esta una ciudad en donde te puedes encontrar con el arte incluso en días de lluvia, como el del pasado jueves. Te bajas del autobús en Colón porque el agua impedía la lógica caminata y te pierdes por Conde de Torres Cabrera, por donde está el nuevo hotel Capuchinos y antes lucía una pastelería, enfrente de la Fundación Castillejo, el palacio de las Doblas, en su día propiedad de Rafael Gómez. El Cristo de los Faroles, de noche, con lluvia, es un retorno a la eternidad que se sostiene en los cipreses de la iglesia de Capuchinos y en la devoción a la Virgen de los Dolores, «en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos...». Alguien lee versos en el Palacio del Bailío, la Biblioteca Viva del Al-Ándalus, desde donde se ve la distancia entre la Medina y la Axerquía, coronada, allí al fondo, por la iglesia de San Agustín. Una vez pasada Alfaros, la calle donde la muralla marcaba fronteras, descendemos por Juan Rufo, donde aparece la plaza de la Fuenseca y el cine del mismo nombre, en verano espectáculo de películas y en otoño e invierno convocatoria de jazz, pasodobles y bandas de música los domingos al mediodía. Pero es la taberna Fuenseca, que regenta el nieto de Emilio Álvarez, aquel legendario propietario, el espacio de barrio más señalado entre la Medina y la Axerquía que, por decir, señala que «al mal por mal, más vale la taberna que el hospital». Aquí se inscribe parte de la historia de Córdoba desde la Edad Media, cuando la ciudad era un sorbo inteligente que quienes lo eran se lo tomaban en las tabernas, como estos clientes que están aquí, unos por ser esta la sede de la Peña Merengue de Córdoba y otros porque han venido a ver la exposición de Rikardo «De negro y morao», que estará abierta hasta el próximo martes 27. Todavía da tiempo para seguir camino abajo, pasar por los jardines del Palacio de Viana, y tomar un vino en la taberna de Las Beatillas, desde cuyo escaparate se ve la librería de Utopía Libros y se percibe la influencia de la iglesia de San Agustín, que comenzó a construirse en el siglo XIV, tiempo en el que los cordobeses también podían encontrarse con el arte incluso en días de lluvia.