El 19 de mayo de 1775 el célebre fabulista Tomás de Iriarte firmó un poema con idéntico título al que lleva este artículo. En pudorosa tercera persona relata «un insulto enemigo del aseo/urgencia y tentación irresistible» que le sobrevino en algún punto entre El Molar y Talamanca, provincia de Madrid. En tono lírico-paródico describe con parsimonia las circunstancias que rodearon tan menudo acontecimiento, el cual --como ciertas nervudas hojas de arce de ciertos lectores románticos-- ha quedado atrapado para siempre entre las páginas del Gran Libro de la Historia. No tema el lector una descripción parecida. El apretón del que quiero hablarles aquí nada tiene de escatológico. Se trata de otro apretón diferente.

Me refiero --lo habrán adivinado-- al que Donald Trump asestó al presidente Macron el pasado 14 de julio, Día Nacional de Francia. Mientras contemplaba yo la escena en la TV, creí por un momento --mi sentido de la empatía resulta patológico-- protagonizar una pesadilla del propio Macron, una de esas pesadillas paralizantes en la que te encuentras atrapado de golpe en una postura de la que no puedes escapar, mientras el tren está a punto de partir o tu pequeñín se acerca demasiado al borde de la piscina. Me sentí en esos momentos, y sentí que el presidente se sentía, como el conde de Montecristo cuando, envuelto en el sudario y dentro del océano, trataba de rasgar la tela con un cuchillo que apenas avanzaba en la oscuridad. Aquellos 28 segundos debieron de parecerle al presidente de la República 28 años de cautiverio. Y no es solo que aquel bravucón transatlántico le aplastara la mano, sino que lo arrastró así unos metros hacia adelante, como si lo condujera camino de la guillotina. ¡No contento además con atenazarle con su garra, inmovilizó también a su mujer dentro de esa especie de calabozo cuya única llave él poseía!

Toda la escena se desarrolló ante millones de ojos tanto nacionales como extranjeros, y en respuesta evidente a las jactanciosas palabras del francés por otro apretón anterior en el que él obtuvo una pequeña ventaja posicional. ¡Tristes recuerdos debieron de acosar al presidente de la República, justo el día en el que se conmemoraba la toma de la Bastilla y el eco de la Marsellesa aún resonaba en los patrióticos oídos! Napoleón en Waterloo, el otro Napoleón en Sedan, la delegación francesa subiendo al «vagón del armisticio» en junio del 40... Y ahora este bochorno. ¿Dónde la Grandeur? Y todo ejecutado además --terrible tributo a esta época de bisutería y TV-- sin perder la sonrisa, aun cuando por el rostro de este novísimo Bonaparte rodaran de vez en cuando oscuros nubarrones más semejantes a los que acompañarían al «insulto» de Iriarte que a los provocados por un simple apretón de manos.

Y es que la política, ¡ay, amigos!, se ha convertido hoy en una pesadilla, y no solo para Macron. Nada de debates intelectuales, ni de altura ni de bajura, solo parcos gestos de cabotaje cargados hasta la borda de la más burda trivialidad. Los medios de comunicación se hacen eco de ello, y se dedican a medir los segundos que dura un apretón, quién alza primero la mano, cuál es la intensidad del contacto por parte de cada uno de los contendientes, cómo varían en su transcurso los gestos faciales... Como si la política fuera, realmente y ya sin subterfugios, ese «yo puedo más que tú» ilustrado por cualquier pelea de patio de colegio.

La tecnología no solo nos está liberando de las tareas manuales o de aquellas rutinas intelectuales que, por ser mecánicamente repetitivas, podría reproducir sin dificultad un chimpancé aplicado. Nos está arrebatando también cualquier asomo de pudor intelectual, tanto a los dirigentes políticos como a los medios; también a los ciudadanos comunes, uno de los cuales se deja arrastrar por medios y dirigentes y dedica una columna entera de periódico a glosar los pormenores de un apretón. Adivino un mundo no muy remoto en el que los humanos se aporrearán como simios mientras unos cuantos ordenadores sonreían irónicos desde algún no-punto del espacio virtual, al tiempo que sostienen en sus no-manos un vermut holográfico y degustan, risueños, chisporroteantes cacahuetes digitales.

* Escritor