Tenía la certeza de que había encontrado a la mujer ideal. Esta vez sí. Ya era hora de que el destino fuera menos aciago: Carolina, amiga de una amiga, una cara guardada en el disco duro que apareció por casualidad a su lado botando en un concierto de Fito, tú estabas en la escuela de idiomas, ¿no?, una sonrisa como una luz en medio del bosque, un atreverse antes de que acabara la noche, un ponerse nervioso para meter su número en el móvil, una cerveza al día siguiente, bueno vamos a echar otra ya que estamos.

No podía dejarla escapar. Ya no era un niño. Cuarenta menos dos meses. Bastantes canas y un poco de angustia frente al espejo. La mayoría de sus amigos disfrutaba de la vida en familia mientras él no terminaba de amoldarse a la soledad sobrevenida tras su inexplicable divorcio.

Tenía que darlo todo para que la magia no quedara sepultada bajo las cenizas de la rutina. No podía repetir errores del pasado. El amor es como una plantita que necesita cuidados. Por eso cualquier cosa para agradar a Carolina era insuficiente. Por eso buscaba frases bonitas de Paulo Coelho o de otros grandes pensadores y le mandaba una nota de audio todas las mañanas a las siete en punto, buenos días princesa. Y si había que darle una sorpresa apareciendo a media mañana cuando ella salía a desayunar con los del trabajo, allí estaba el tío, buenos días de nuevo princesa. Y si había que apuntarse al gimnasio para que ella no fuera nada más que con su vecina, allí estaba el tío, que no mujer, que a mí no me cuesta trabajo y también me viene bien el pilates.

Vivir con ella. Eso era lo que él quería. Que se mudara a su piso. La cabeza (y su madre) le decían que no debía apresurarse. Al fin y al cabo llevaban poco tiempo saliendo. La convivencia no es un camino de rosas y deja pelos en el desagüe. El corazón, en cambio, le susurraba que no tenía tiempo que perder, que lo suyo no era andar despidiéndose por las noches como si estuvieran en el instituto (él siempre esperaba que ella se asomara por la ventana al llegar por más que Carolina le insistiera en que no hacía falta).

Desgraciadamente, no le dio tiempo a resolver el dilema entre la razón y el sentimiento. Una tarde, justo al día siguiente de hacer tres meses (y del sorpresón que se curró preparándole lo de la tuna al salir de cenar), ella lo llamó. Él nunca se separaba del móvil para contestar rápido cuando veía su nombre en la pantalla. Que estaba un poco agobiada, que necesitaba un poco de espacio y que era mejor darse un tiempo, que como amigos podían ir juntos al fin del mundo... Dani no se lo podía creer. El puñetazo lo dejó tan tocado que fue incapaz de decirle que parara a la esteticista que lo estaba depilando integralmente. Si a ella no le gustaba la pelambre íntima, allí estaba el tío para echarle valor y tragarse las lágrimas.

* Profesor del IES Galileo Galilei