La nomenclatura vital de cada persona se acompaña de palabras absurdas. Ha sido tu propia vivencia la que ha amansado esa supuesta ridiculez, otorgándoles un cariño que las blinda ante externos cuestionamientos. En ese caldero del final del arco iris que siempre es la infancia, brotó el otro día un apodo hasta ahora incuestionable. En la berlanguiana corte del señor Disney, surgió allá por los años cuarenta una grey de malotes, unos hampones zoomorfos con complexión de marido cervecero y orejas y nariz medio perrunas, cuyas señas distintivas, no obstante, eran el sempiterno antifaz y ese número pillado en la sudadera, identificativo de su filiación carcelaria. Señoras y señores: con ustedes, los golfos apandadores, un retruécano de traducción con aromas portorriqueños; síntoma de que el hambre agudiza el ingenio, pues en tiempos donde se apalizaba a los maricones, los letristas de las coplas engastaban rosarios con dientes de marfil, y los censores de las viñetas yanquis le chuleaban a la Real Academia un vocablo inexistente, pues apandador sonaba a ladrón que venía a pedir el aguinaldo.

Monísimos estaban esos malos de medio pelo --tan mediocres en su crueldad como los hermanos Malasombra--. Y más cuando el dibujante les endosaba el ortodoxo traje a rayas. Y como los tebeos de otrora no daban más que para colorear las primeras páginas, bien estaba invocar en la gama del blanco y negro a otros colores... el rojo y el amarillo, sin ir más lejos. Esa al menos sería otra de las pretensiones de los caricatos del procés, para ensalivar la causa en el extranjero frente a los desmanes de los carceleros españoles. Claro está, que en el frente del dibujo animado han de hacerse unas cuantas puntualizaciones: Cataluña fue el Puerto de Indias del cómic en España. Y los que mamamos de la factoría Bruguera estaremos eternamente agradecidos a guionistas como Víctor Mora, el padre de El Corsario de Hierro o el Capitán Trueno, cuyas querencias no eran precisamente independentistas.

Más bien, la fuente de inspiración de estos taimados supremacistas parecen ser los hermanos Zipi y Zape, conjurando constantemente la lúdica puñeta contra el Estado español. Y así, si para Hemingway París era una fiesta, para los acólitos de Puigdemont, Madrid es un choteo. Tan peligroso es ese juego de escarnios que la señora de Gispert tira el tuit y esconde la mano, haciendo una improcedente y porcina gracieta. Habría que recordarle que marranos se les decía a los judíos en los tiempos en los que se fraguó la diáspora y la Inquisición.

Pero el último salto al vacío de esa puerilidad se ha producido en Mauthausen. El traje a rayas de los incoloreados apandadores se asemejaba a los que simulaban los esqueléticos cuerpos de aquel campo de exterminio. El Holocausto fue el estigma del siglo XX, el beso de Caín contemporáneo. Y los alemanes saben muy bien que bromitas con ese tema, ni mijitas. Es una ignominia que en ese exvoto de la barbarie, la tira cómica del independentismo se ponga en modo panfletario. Sonroja casar ambas simbologías amarillas: la estrella sentenciante que apuntaba el camino del crematorio frente al lacito de tragabuches, muchos de cuya burguesa opresión contestataria se amamantó alzando los vivas a Franco.

También hubo campos de concentración en España, y republicanos que acabaron en las alambradas del nazismo sin parcelar su ideología en aras de una excluyente y repudiable mezquindad. Las patrias también se construyen con juegos sucios. Pero hay manchas, como los remordimientos de lady Macbeth, que dejan una estela imborrable.

* Abogado