Ha llegado agosto y con él las chanclas y las cangrejeras, la sombrilla y esa brisa que me adormece antes del mediodía, la tumbona de rayas en la que huelo el salitre de mi mar Mediterráneo, el espeto, esa perfección que solo existe en un lugar del mundo en donde cinco sardinas atravesadas por una caña en una brasa de la arena oscura de mi infancia, son capaces de hacer que cuando las miras, exista más allá un horizonte que tiembla, difuso y de colores; la cerveza sin prisa... Y la siguiente y hasta otra más; el calamar espetado, las coquinas y las conchas finas; el capuchino con la bola de leche merengada y el helado de turrón de La Alicantina; los paseos de la mañana y los conciertos de la noche en el chiringuito de las camas balinesas... Sí, amigos, por fin ha llegado el mes de agosto, esa laguna mental en la que solo existe la nada o, como mucho, las cosas más simples y elementales de la vida, las que me hacen realmente feliz.

Pero los agostos de mi existencia tienen un componente mágico en este universo exterior que cada año vuelve y me cautiva: las mujeres de mi vida.

Aquella abuela omnipresente que tomaba cada mediodía el aperitivo en el balneario mientras los rayos del sol achicharraban mi espalda impregnada de aceite UVE y con la que luego del baño iba a tomar una Fanta de naranja, mientras me contaba las historias de su vida y me anunciaba que la mía no sería nada fácil. Una madre abnegada que sacrificaba sus deseos para que todos disfrutáramos del verano y se plegaba a las exigencias de cada uno y a la de todos, sin reproches, sin estridencias, sin nada...

Unas primas con las que compartir los castillos de arena de las mañanas, las risas contenidas de aquellas siestas de ventilador obligadas y las confidencias de las mágicas noches estrelladas. Amigas de lugumba y destornilladores, de olas que te arrastran hasta el fondo del mar cogidas de la mano; de bailes en cuidada coreografía ensayada hasta la madrugada; amigas de intercambios de bikinis y hasta de amores de media semana; amigas de cartas escritas y letra caligrafiada, amigas...

La historia de mis veranos siempre estuvo escrita con letra como la de aquel libro que les recomiendo y que otra mujer un día me recomendó, Una letra femenina azul pálido, de Franz Werfel, una letra con la que este verano en ausencia de todas aquellas y en demanda de las que vinieron después, voy a contarles cada semana, en una imaginaria letra azul pálido, la historia de otras mujeres, mujeres reales, de las de verdad, para que descubran, al final del final, qué hay de ellas en ustedes y qué podrían hacer ustedes por ellas.

Había una vez una mujer...

* Abogada