Mira que siempre quise hacer ese trabajo en mis vacaciones de estudiante, pero no lo llegué a conseguir. Trabajé de ayudante de capellán de campamentos en San Lorenzo de El Escorial, de profesor de clases particulares de Griego y Latín para universitarios y bachilleres en Villaralto, de camarero en Sitges, de preparador de frenos de coche en una cadena de Frankfurt, y de salchichero en la misma ciudad alemana, donde las tardes-noches eran una delicia de apertura algo relacionada con el sexo para quienes vivíamos en la España oprobiosa de Franco. Luego la Coca-Cola de Barcelona --donde todavía no había gabinetes de prensa-- fue quizá mi verano mejor pagado. Pero cada invierno lo que se me antojaba conseguir como una especie de aventura para escribir (y ganar algo de dinero) era la aceituna, el ir a esos cortijos, como La Chimorra o Las Morras, que se me habían alojado en la memoria de mi infancia cuando en mi casa hablaban de que mi madre estaba en la sierra. Después, cuando volvía, veías a tu madre que te enseñaba las grietas de sus manos algo hinchadas por el tiempo que habían estado en esas sierras bastante inhóspitas en aquellos inviernos. Pero la aventura de la campaña de la aceituna por Navidad siempre me supuso realidades tan fuertes como la vida. Vino un conocido a mi pueblo por esas fechas a pedir colocación. Y le dije que se apuntara a la recogida de la aceituna, que un amigo mío andaba buscando trabajadores. No se apuntó y siempre, hasta hoy, anduvo en ese espacio indefinido en el que nadie le ha ofertado todavía el trabajo que le pide su cuerpo. Y ahora, en este tiempo de la aceituna, en el que a mi amigo Francisco Expósito lo han hecho cofrade de honor del aceite de Baena, hasta los sindicatos se plantean cómo puede existir falta de mano de obra para la recolección de la aceituna cuando hay un montón de trabajadores demandantes de trabajo en las oficinas del Servicio Andaluz de Empleo. Que aunque a la América de Trump no le guste mucho nuestra aceituna negra, los olivares de Los Pedroches, aunque quizá faltos de cuadrillas acordes porque los trabajadores se van a la construcción y a la hostelería y prefieren trabajar en zonas con menos pendientes, seguirán siendo parte de nuestra historia. La que tenemos alojada en aquella mente infantil en la que, en plena Sierra Morena, por la Cañada Real Soriana, entre Villaharta y Obejo, mientras mi padre se quedaba en la barbería, mi madre se iba todos los diciembres a recoger la aceituna para costearnos parte de la vida a la familia. En aquellos crudos inviernos de la infancia, mucho más fríos, creemos, que el que entra hoy a las 22.23, cuando mi madre llenaba sus cuartillas y capachos con las aceitunas vareadas de los olivos. La supervivencia.