No sé ya ni cuántos años tengo, porque no recuerdo que fui niña. Acudí poco a la escuela; tenía hambre y tenía que trabajar. Nadie sabe qué sentía cuando tenía que meter mis manos infantiles en el río para lavar mi ropa y la de otros, aquellas mañanas de enero y de diciembre, o cuando frotaba en la piedra de la pila. Tenía hambre. Mis rodillas se postraron tantos días, fregando tantos suelos y siempre el mismo suelo y siempre el mismo cubo y siempre el agua sucia. Tenía hambre. Mi espalda lleva el fuego de la siega, el frío de la aceituna, las púas del algodón, la humillación de la rebusca. Y tenía hambre. Luego tuve que ser mujer y tuve hambre y tuve novio y nos casamos y tuvimos hijos y tuvimos que emigrar. Entonces conocí el dolor de la melancolía, porque no fui del sitio al que llegaba ni del que me había ido. Me llamaron forastera en mi propia patria, con mi propio idioma y con cualquier idioma. Mi madre murió. Mi padre se había muerto en su guerra. Murió mi hombre, aquellas manos agotadas de esperar, engañados él y yo por cada poderoso que nos prometía dignidad. Aquella maleta de cartón, aquella radio, aquel pañito, aquel piso de tantas hipotecas. Entonces conocí mi soledad, mi soledad más sola que la nada, el nombre con el que me llamaba el mundo desde que nací. Mis hijos, la carne de mis lágrimas, el fruto de mi hambre, se olvidaron de lo que el padre y yo dejamos para que estudiaran; se hicieron otro mundo en el que yo no estaba. Y yo, sin espejo, me vi vieja, porque los demás creían que siempre lo había sido. Mis ojos se habían hecho pequeños, empañados; mi voz sonaba niña, mi rostro sonreía en sus arrugas; mis manos… mis manos eran una pena y su olvido. Ahora me dicen que me he muerto porque no podré tener siquiera un número y un porqué. Ahora ya soy un tiempo inútil que otros utilizan para sus mentiras. Rezo en silencio, porque hasta quieren alejarme de mi fe. Viene una muchacha. Solo puedo verle el corazón, porque apenas veo sus ojos tras un plástico, tras tanta bata y tanta mascarilla. Me habla, me pasa la mano por la frente. Sé que tiene mano, aunque solo sienta la goma de sus guantes. Rezamos las dos juntas, me llama por mi nombre. A veces, me recoge la lenta lágrima que baja por entre mis arrugas. Mi alma se duerme en el amor.

*Escritor