Acabo de regresar de la Isla, de San Fernando, de donde los cañaíllas, que con mucho orgullo y no menos gala llevan ellos ese nombre. A pesar de que el tiempo no acompañaba, había una extraña luz cuando llegué a eso del caer de la tarde. Mucho viento, mucha agua para la que el paraguas se convertía en un objeto inútil, pero siempre una extraña luz. Siempre parece que sus gentes aguantan un ratito más al sol para que tarde en ponerse. Es Cádiz, no te digo más. Fui a escuchar a un amigo, a mi amigo Juanjo Castiñeiras Bustillo, porque a los amigos es imprescindible escucharlos. Fue el encargado, el privilegiado, de anunciar ante todos los isleños que estamos a las puertas de otra semana de pasión. Lo hizo con elegancia, con brío, con una estructura lingüística que ya quisiera yo y con una puesta en escena que con solo los gestos de sus manos me parecía ir recorriendo como un penitente más las hermosas calles de la antaño conocida como Isla de León. Pero antes de escuchar el pregón de mi amigo, me encontré otro, el de un desconocido. Se llama Manuel, acaba de traspasar la treintena de años, es el menor de nueve hermanos, soltero, sin hijos, sin oficio ni beneficio, con una mano delante y otra detrás, y con una madre ya anciana que se sigue deslomando para que aún puedan conservar la casa donde viven. Manuel estaba en la puerta de una Iglesia a la que entré para refugiarme del viento y del agua. Se dirigió a mí con esa forma tan especial que tienen los gaditanos de entablar conversación: «¡Pishita!», me dijo, «mira el casharro que hoy pesa más que los diez céntimos que tiene». Efectivamente aquel casharro no tenía nada más que diez céntimos. Se me ablandó el corazón, que a veces está más duro que una piedra, y le dije que iba al coche a por dinero. Me miró con ojos de poca fe, pero le aseguré que volvería y que esa noche, al menos, podría comer un bocadillo y una cervecita. Y así lo hice. Le di el dinero suficiente para que pudiera engañar un rato al hambre y a la sed, pero me dijo que prefería un café porque estaba más calentito. Cuando acabé de realizar la entrega, me hizo una pregunta que me dejó un poco desorientado. Me dijo: «¿Puedo?». A lo que yo le respondí: «Puedes, ¿qué?». Me respondió: «Abrazarte». Claro que puedes abrazarme Manuel, aunque creo que más que abrazarme él, lo abracé yo. Cuando un pobre de corazón te abraza, eres tú mismo quien siente de repente la necesidad de abrazarlo. Estuvimos abrazados unos segundos. Manuel pensaría que esa noche ya tenía para su café, yo pensé que esa noche me había abrazado el Jesús de los pobres, el de los sintecho, el de los desahuciados, el de los que están agobiados por las deudas, el de quienes sufren porque no tienen suficiente para la luz, para el agua, para la hipoteca, el de quienes no tienen para dar de comer a sus hijos. Sentí que ese Jesús, el Jesús de la historia, me estaba abrazando al caer de la tarde.

Al día siguiente, mi amigo Juanjo, anunció con amabilidad pero con vehemencia que las calles y las plazas de todos los pueblos y ciudades del mundo las había creado Dios para que el ser humano las paseara, las viviera, para que las gentes se saludaran y pudieran convivir en paz y armonía; pero no las había creado para que hubiese seres humanos que tuvieran que vivir desarrapados en ellas sin más cobijo que unos cartones encima o, con suerte, en el interior de un dispensador de dinero. Las calles y las plazas no se inventaron para acoger el fruto de nuestros errores, de lo que no estamos haciendo bien. Todos. Hay cosas que no estamos haciendo bien y mi pregunta es ¿hasta cuándo? Me sentí cobijado, protegido, con el abrazo de Manuel, de Enmanuel, pero el abrazo de un pobre debe ser un signo, una llamada a la revolución, a un cambio de paradigma social.

* Profesor de Filosofía @AntonioJMialdea