Prometo que no es un ejercicio de morbosidad haber comenzado a leer Ciudadanos, pues es una lectura postergada desde hace unas semanas. Sus páginas son un gozoso ejercicio de erudición e inteligencia en las que --perdón por el desliz-- no se hace referencia al auge y caída del partido naranja. Entre otros motivos porque fue escrito treinta años atrás, cuando Albert Rivera tenía 10 años, y su precocidad política lo hubiese parangonado a Dominguito Savio.

1989 también fue el bicentenario de la Revolución francesa, y de este trascendental acontecimiento hace Simon Schama un monumental retrato, marcado por lúcidas paradojas. Conviene apuntar que la paradoja es el comburente de la curiosidad; y la curiosidad es el combustible del intelecto. Y es que Schama nos recuerda que Eugene Delacroix, el pintor que inmortalizó a la cariátide revolucionaria en las revueltas parisinas de 1830, es hijo ilegítimo de Talleyrand, el viejo abate camaleónico que para esas fechas solo quería unas raciones de orden. Talleyrand, el funambulista del Terror y el Directorio, pensaba que su temprana admiración por Voltaire ya casi era un prescindible recuerdo.

Lo de la semana pasada no fue el abrazo de Honecker y Breznev --en cualquier caso el abrazo de Heineken--, pero vistas pretéritas zozobras, hay que convenir que este acuerdo entre Sánchez e Iglesias puede no resultar tan apocalíptico. Entre los detractores, los más cínicos apuntarán que es ahora cuando más coherente resulta la coleta del líder morado, el capilar asidero de los antiguos marineros para que otros le eviten su hundimiento. Sostuve la semana pasada la imperiosa altura de miras de los titulares del bipartidismo, pero dado el cromosómico presentismo de los líderes actuales, y que todos ellos parecieron bañarse en la marmita de la frivolidad, no queda otra que la activación de un Gobierno antes que tanto periodo de inanidad. La clave está en esa máxima universal de que el poder unge con un baño de pragmatismo; receta que ya probó Alexis Tsipras en la Grecia de los mil y un rescates. O que amansó al reverendo Ian Paisley, el mismo que llamó anticristo al Papa Wojtyla, y que tuvo arrestos de gobernar el Ulster junto al Sinn Fein.

El resquemor surge por esa querencia equitativamente totalizadora que aún impregna a la gama más escorada de la izquierda, donde hablar de dictadura del proletariado todavía les evoca a sus recalcitrantes un dulce pájaro de juventud. Y sobre todo, esa concomitancia de ruleta rusa, abriendo a puertas llenas la fraternidad del presente, cuando el abismo de las pensiones y la deuda pública ya ha alcanzado las lindes del Estado.

Y para achispar más esta travesía de asteroides, se acude al viejo mantra de la confesionalidad en la enseñanza. La ministra Celaá se puso el mantón de chulapona para advertir, en casa de la Concertada, que la libertad de enseñanza está constreñida a los mandatos del catecismo estatal. No hay manera de que el progresismo prescinda, o al menos postergue, esa querencia a los vahos anticlericales, los que más invocan a los fantasmas del 36, creando innecesarias ofensas donde se hacen fuertes los que gustan de cerrar España. Es obvio que pocos votos progresistas recalarán en ese granero, pero esa presumible vocación de transversalidad territorial también debería hacerse extensiva a los credos. Este hipotético Gobierno de izquierdas nunca reconocerá unas intenciones de centralidad, pero su crédito pasa por no descentrarse. Las transmutaciones de Pedro Sánchez quedan muy lejos del acomodaticio tacticismo de Talleyrand. Y, al contrario que Delacroix, aún no sabemos lo que Iglesias puede pintar.

* Abogado