John McCain ha sido un personaje atípico en la política estadounidense de las últimas décadas: un hombre de principios dispuesto a defenderlos contra viento y marea sin importarle la disciplina de partido, los caprichos del presidente de turno o el cacareo de la prensa afín. De ahí que le llamaran el maverick (algo así como el disidente, el díscolo, el inconformista), un adjetivo que solo aceptó a regañadientes cuando las circunstancias políticas lo aconsejaron. «No sé si soy un maverick, solo sé que me gusta defender lo que creo», dijo el senador republicano por Arizona.

Así fue durante gran parte de su carrera política, la continuación de una épica vida militar que le convirtió en un héroe de guerra. El año pasado, días después de ser diagnosticado y operado de un agresivo cáncer cerebral, abandonó el hospital, cogió un avión hasta Washington e irrumpió en el Senado pasada la 1 de la madrugada para emitir el voto que impidió a su partido y su presidente (Donald Trump) derogar el Obamacare, una decisión que hubiera dejado a millones de personas sin seguro sanitario. Lo hizo con la teatralidad con la que participó en el circo de la capital desde principios de los años 80. Cuando el presidente de la cámara pronunció su nombre, McCain simplemente extendió el brazo con el puño cerrado y apuntó el pulgar hacia abajo. Sobraron las palabras.

Aspirante a la presidencia

Aquella fue una de sus últimas apariciones públicas en Washington, la que fuera su segunda casa durante casi cuatro décadas, primero como diputado, después como senador y, entre medio, como candidato a la presidencia en dos ocasiones. McCain murió la madrugada de ayer en su rancho de Arizona a los 81 años tras batallar durante algo más de un año contra un glioblastoma. El desenlace era esperado desde que su familia anunciara el viernes que había decidido parar el tratamiento del senador. «En el último año, John ha sobrepasado las expectativas de supervivencia. Pero el progreso de la enfermedad y su inexorable edad avanzada han emitido su veredicto», dijo entonces la familia. Deja atrás siete hijos, producto de dos matrimonios, uno de ellos, una hija adoptada en Bangladés. McCain era un superviviente, con una vida de película y un sinfín de contradicciones. Raro fue el escenario de conflicto internacional donde no abogara por una solución armada, como si el intervencionismo militar fuera la panacea para todos los males del mundo. Ese fue el anverso de un conservador con conciencia que conoció la guerra como pocos la han conocido y denunció la tortura de forma inflexible. En 1967, durante un bombardeo sobre Hanoi, su avión fue abatido. Cayó al agua con un brazo y una pierna rotas. Pasó los siguientes seis años como prisionero de guerra en Vietnam, parte de ellos en aislamiento y sometido a toda clase de tormentos. Cuando el régimen comunista se ofreció a liberarlo por la publicidad que generó su caso (era hijo y nieto de almirantes de la Armada), se negó a aceptar la medida de gracia a menos que se liberara a los prisioneros capturados antes que él. No vio la luz hasta los Acuerdos de París de 1973.

Nació en una base militar en Panamá y se pasó la infancia cambiando de destino. Tenía reputación de chico malo y no fue un gran estudiante, como demuestra su graduación de la Academia Naval de Annapolis entre los últimos de su promoción. Ya como piloto aéreo de la Armada, participó en el bloqueo naval de Cuba durante la Crisis de los Misiles de 1962 y, años más tarde, poco después de ser desplegado en Vietnam, salió airoso del accidente que provocó un incendio en el portaviones USS Forrestal, una tragedia en la que murieron 132 de sus compañeros.

Al volver de la guerra se instaló en Arizona y en 1982 logró un escaño en la Cámara de Representantes. No tardó en meterse en problemas: un escándalo ético que hizo zozobrar su incipiente carrera política. Cuatro años más tarde, pasó al Senado y en el 2000 lanzó su primera candidatura a la presidencia, ganada a la postre por George Bush, con el que mantuvo una relación de amor y odio. Apoyó las invasiones de Afganistán e Iraq y vio en el extremismo islámico una «amenaza existencial» para la democracia, pero también criticó la masiva bajada de impuestos para los ricos que hizo Bush.

Fama de gruñón

Como senador no tuvo reparos en trabajar con el partido rival, principalmente para buscar soluciones a los millones de inmigrantes indocumentados. Junto al demócrata Joe Lieberman y el republicano Lindsey Graham formaron aquella trena que se llamó los Tres Amigos. Los que trabajaron cerca suyo en los pasillos del Congreso dicen que era un gruñón de fuelle corto, pero pocos políticos generaron tanto respeto.

En el 2008 volvió a competir por la Casa Blanca para convertirse esta vez en el candidato republicano que disputó a Barack Obama la presidencia. Cometió varios errores. El mayor de ellos, según reconoció más tarde, fue escoger como número dos a Sarah Palin, aquella atolondrada gobernadora de Alaska que le robó el protagonismo con sus constantes pifias de colegiala. Pero también demostró una notable decencia en momentos críticos. Como cuando salió al paso de los demagogos que presentaban a Obama como una peligrosa amenaza para el país. «Es una persona decente y una persona de la que no hay que asustarse si llega a la presidencia», le dijo a una votante republicana.

Con Trump, su relación empezó mejor que como ha acabado. McCain le ofreció su aprobación, pero no tardó en retirársela cuando emergió una grabación en la que Trump alardeaba de abusar sexualmente de mujeres. Desde entonces, los reproches fueron la norma. Meses antes de morir, McCain pidió a su familia que Trump no fuera a su funeral.