«Evadir, no pagar / otra forma de luchar». La consigna de un grupo de estudiantes de secundaria contra el alza de 13 centavos de dólar en el precio del billete de metro se ha convertido en una profecía autorrealizada. La evasión empezó bajo tierra. Primero en algunas estaciones, hasta hacer colapsar el sistema de transporte más moderno de la capital chilena. Luego salió a la superficie para hacer temblar al país que Sebastián Piñera confundía con un oasis en medio de la turbulencia latinoamericana, y que en realidad escondía su volcán social detrás de la máscara de la prosperidad segmentada. «Ese fuego nos está permitiendo ver algo que no queríamos ver», destaca sobre las barricadas el escritor Patricio Fernández.

El desafío adolescente ha contagiado a los universitarios, la clase media y luego a las poblaciones de la periferia antes de extenderse hacia otras regiones. «El santiagazo lo ha desbordado todo», señala Ascanio Cavallo, uno de los periodistas que a finales de los 80 retrató con sagacidad el tránsito de la dictadura pinochetista a la democracia. En medio de una ciudad nuevamente militarizada, Cavallo medita sobre las nuevas significaciones de un verbo que pone en jaque al Gobierno. «Evadir», asegura, ha dejado de ser «un acto reprochable». Las autoridades han fracasado en el esfuerzo de convertirlo en una imputación. Ha mutado en «el eslogan inicial de una insurrección colectiva respaldada por una causa justa».

Los partidos políticos son por ahora espectadores. «Es el pueblo autoconvocado, hastiado por un modelo de sociedad que ya no concuerdan», subraya otro escritor, Jorge Baradit. El cansancio se expresa en números: el 1% más pudiente de Chile acumula del 26,5% de la riqueza producida en el país mientras que el 50% de los hogares donde se percibe el salario mínimo (entre 400 y 500 euros) accede al 2,1%. Los hombres y mujeres de escasos recursos destinan hasta el 30% de lo que ganan para trasladarse del trabajo a casa. El precio del billete ha irrumpido, a su vez, como síntoma de problemas mayores. Antes del santiagazo, el malestar se expresó en las calles para repudiar un injusto sistema de pensiones forjado durante la dictadura por José Piñera, el hermano del actual mandatario, los tarifazos y la política ambiental. Las caceroladas presagian ahora nuevos estremecimientos.

El miedo a que se vuelvan a repetir los saqueos del fin de semana y que los supermercados vuelvan a cerrar en Santiago arrojó ayer a la gente a agolparse en los establecimientos, que abrieron por unas horas custodiados por militares, para hacer acopio de alimentos. Pañales, conservas, pan o agua eran los elementos más comprados en los comercios chilenos.