La nueva extrema derecha española, agrupada en el partido Vox, irrumpió ayer en un multitudinario acto que abarrotó el pabellón de Vistalegre de Madrid, con unos 10.000 asistentes. Al mismo tiempo, por primera vez, las encuestas otorgan a Vox escaños (uno o dos) en unas elecciones generales. El CIS les concede un diputado y un número de votantes que superaría el medio millón. Vox centra su programa en cuatro ejes: combate sin cuartel contra el independentismo catalán, rechazo absoluto de la inmigración ilegal, derogación de las leyes contra la violencia de género y reivindicación de la memoria histórica de la España franquista. La nueva extrema derecha, sin embargo, es distinta de la antigua. Se acerca más a los populismos que recorren el mundo, utiliza técnicas electorales como las usadas por Trump y en su programa introduce medidas sociales propias de la izquierda, como hace Marine Le Pen en Francia. De ahí que defiendan la aplicación del Estado del bienestar, aunque culpen de su deterioro a la llegada masiva de inmigrantes. Siempre se había dicho que en España no existía extrema derecha autónoma. El dilema en la derecha siempre es el mismo: ¿para frenar a la ultraderecha es mejor acercarse a ella para absorberla o alejarse de sus posiciones para aislarla? El drama de la primera opción es que legitima el mensaje extremista y contribuye a afianzar a los grupos ultras en lugar de eliminarlos.