Paula, inspectora de Hacienda, llega a un pueblo perdido llamado Azafrán como voluntaria para catalogar fosas de la Guerra Civil. Huye del fracaso de un matrimonio con Zarco, detective homosexual que tiene una aventura con el hijo de Luz. Ambas mujeres quedarán unidas por un sentimiento de doble traición, de esposa y madre, por el que quedan enlazadas hasta el final. Luz será la amiga a la que Paula le desvela el misterio de aquel pueblo, de sus extraños habitantes, de la familia Beato. Ha llegado a Azafrán el día en que el patriarca cumple cien años y este hecho desencadenará una novela política, negra y psicológica en la que el pasado funesto se funde con el presente amargo de nuestro país.

Lo que comienza a ser el frío protocolo de la exhumación se va convirtiendo en un sentimiento de humanidad hacia aquellos olvidados, en medio de un pueblo que los aparta en zanjas mientras acude los domingos a misa. Los muertos tomarán también voz en la novela, dotando al relato de un enfoque coral donde comienzan hablando, en primera persona del plural, los asesinados en la guerra; narración que se alternará con una tercera persona omnisciente y una primera persona a cargo de su amiga Luz, que retomará los hechos en la última mitad de la novela. Es un libro rompedor en narración y estilo: lo que comienza siendo una novela política sobre los crímenes de la Guerra Civil se va convirtiendo, poco a poco, en una historia personal, una novela negra de asesinatos e investigaciones actuales, de sexo, odio y crueldad, que se va fraguando como si el tiempo se solapara y los asesinatos del pasado encontraran correlato en los actuales, en un país donde persiste la ambición, la traición y el secular cainismo.

Y en medio de todo ello, Paula encuentra a David y no se resiste a su atractivo sexual: «David casi se expresa con orgullo. Me cuenta que son la familia más rica del pueblo y yo quiero evitar decirle en voz alta que la riqueza no proviene tan solo de la capacidad de trabajo. Yo he venido a recordar y olvidarme. A olvidar mientras reconstruyo recuerdos que no son exactamente los míos, pero que, de alguna manera, también me pertenecen» (pág. 52).

El idilio de amor se transformará pronto en misterio, en dudas sobre la relación entre la familia dueña del hostal donde se aloja y las fosas. Tras el primer deslumbramiento sexual, Paula recela. La mala experiencia de su matrimonio anterior le hace suponer que puede ocurrir algo parecido con su actual amante. Las historias de los muertos y los vivos en el pueblo de Azafrán conmoverán los sentimientos de Paula. Comienza a sospechar de Jesús, el anciano que cumple cien años, impedido y sin habla, cuidado por la madre de David.

El rótulo que indica a la entrada el nombre del pueblo, Azafrán, ha sido manipulado, por mano de vándalos o de un destino caprichoso, en las últimas vocales, para decir Azufrón. La señalización encierra una simbología como simbólicos son los nombres de todos los personajes de la novela. Paula, la protagonista, es la pequeña, una pequeña mujer empequeñecida por los varones soberbios o egoístas a los que ha entregado su amor o su sexo. Samuel, el padre de David es el escuchado por Dios, etc. Azafrán es un pueblo a primera vista hermoso y florido pero en su interior es de azufre; encierra una historia oculta de delaciones, traiciones, asesinatos, odios fraternos, rivalidad por el dinero y el poder. Es un terreno abonado para el expolio y el robo a los vencidos, humillados, inocentes que han sido delatados para engordar el patrimonio del delator.

Samuel, poco antes de morir, le proporciona un cuaderno mohoso repleto de nombres que desencadenará, ya de forma inexorable y terrible, el resto de la acción. Paula llegará a conocer las intimidades de la historia pasada pero también el egoísmo presente, el placer y la crueldad más sádicas, en una carrera frenética donde acabará descubriéndose a sí misma y a lo peor de la condición humana.

En cortos capítulos hábilmente intercalados aparece la primera persona, nosotros, que es la voz de los represaliados, colándose en las pesadillas de Paula y en la demencia de la abuela de David, ya muerta. La empujan a hacer su trabajo, investigar aquellas vidas y aquellas muertes del pasado. Esas voces duras y espeluznantes de quienes aún habitan las cunetas abren paso a una analepsis donde se relata la vida del abuelo centenario desde el principio y se explica el origen de su abundante fortuna, como aquellos pinares que en su día pertenecieron al inocente Nicolás: «Más allá del odio y de la guerra, que entendía bien, Nicolás se dio pena a sí mismo. Cada golpe le robaba un trozo de su humanidad. Con cada golpe quienes le hacían daño estaban perdiendo la suya hasta quedar reducidos a esa partícula original de miseria de la que nacen los renacuajos y las moscas de la uva» (pág. 189).

Marta Sanz adopta un lenguaje impactante, sensorial, directo, lleno de registros distintos, provocador. Las distintas voces del relato marcan la estructura de la novela. Este episodio central donde vuelve a aparecer la voz de los que pronto serán exhumados, rompe magistralmente la linealidad del relato, que continuará en el último tercio de la obra para que las tres partes confluyan en una sola. Esta segunda es en sí una novela dentro de la novela, que explica el relato anterior y también el que ha de venir.

La última parte cambia de narrador y de ritmo. Luz es ahora la narradora en primera persona, usando muy eficazmente la segunda para dirigirse a Zarco, el lector, el destinatario de toda la historia. En estos momentos el relato adopta la forma de una novela negra, psicológica, donde afloran el realismo sucio y el salvajismo. En capítulos muy breves y vertiginosos ya el lector no puede abandonar las páginas. Un crimen inesperado y absurdo abrirá una nueva puerta donde se funden el pasado y el presente: la imagen, ya desvelada y horrible, de una España profunda y brutal en pleno siglo XXI.

‘Pequeñas mujeres rojas’. Autora: Marta Sanz. Editorial: Anagrama. Barcelona, 2020.