Pongamos que se llama Tamara y que tiene 40 años. Durante 8 meses trabajó en una sala de apuestas sala de apuestasde Córdoba y prefiere ocultar su identidad por no sufrir represalias. Su experiencia profesional no fue grata, de hecho, aunque considera que estaba bien pagada, afirma haberlo pasado mal y haber sufrido viendo «cómo se engancha la juventud». «No soportaba ver entrar a chavales con sus mochilas. Pensaba que sus padres les habrían dado el dinero para el bocadillo del recreo, pero allí en la sala desayunaban gratis y el dinero se lo gastaban en el juego».

Ojo, Tamara no habla mal de los empresarios. «Son los primeros que te exigen el control de los DNI, en eso son estrictos. El problema es que estando una persona sola para todo y cuando el local se llena es muy difícil, en algún momento se te pueden colar. Debería haber una persona solo mirando los DNI porque controlar quién entra es difícil», comenta, y explica que además de eso deben atender la cafetería, controlar las facturas, limpiar y hacer los pedidos. Tamara cree que con la edad las cosas se han endurecido y que la policía entra con más frecuencia a las salas. También considera un acierto que el horario se corte a las 2 entre semana y a las 3 los fines de semana. «Antes, cerrábamos las puertas, pero la gente se quedaba hasta las 8 de la mañana. Imagínate. Abrir a las 10 de la noche sería estupendo; evitaríamos mucho». Esta extrabajadora entiende que todo en una sala de apuestas está pensado para que el cliente disfrute y esté cómodo. «La bebida es gratis, a menos que hayas entrado por primera vez o que no estés jugando. Ponemos cosas para comer, como pizzas y sandwich. Todo está oscurito. Si tienes 2 euros, se los vas a echar a la ruleta mientras te bebes un refresco». El problema es volver y volver. «El juego es una enfermedad, una droga. Los jugadores pierden la perspectiva de lo que llevan ganado y perdido», lamenta.

Tamara ha visto de todo en la sala: más hombres que mujeres, esposas en busca de sus maridos, jugadores desesperados que salen a buscar dinero, prestamistas a las puertas del local, perder 12.000 euros en un día... «Lo peor para mí, mi problema era ver a niños como hijo. Yo hasta les reñía y decían ‘vale, no volveré’, pero siempre volvían. No tienen nada que hacer. Cuando estás enganchados, la única esperanza es que los padres se den cuenta», concluye.