«Los vecinos tenemos derecho al descanso», reza una pancarta en una casa de la calle Lineros, donde se intuye el ajetreo doméstico del desayuno. En la calle se oyen los pájaros, estalla el azahar y la ciudad estrena una primavera adelantada que casi nadie puede disfrutar. En Torrijos no se ve ni un alma. Se escuchan apenas los golpes de un martillo y el eco de mis pasos, hasta que irrumpe el sonido de las campanas. Menos mal que siguen tocando. Tres turistas asiáticos, furtivos, desafían el estado de alarma provocado por el coronarivus , cámara en mano. La Mezquita-Catedral está cerrada a cal y canto.

En Blanco Belmonte una barrendera municipal se afana en limpiar una plaza que la semana pasada, sin ir más lejos, bullía de turistas y de chicos con sueños en 16 milímetros. «Con lo limpio que te está quedando y casi nadie lo va a disfrutar», le digo a la trabajadora de Sadeco, que reconoce que limpiar con tanta soledad tampoco gusta. «Echo de menos hasta las críticas de la gente, que sabes que se queja por todo: que si se ha dejado una colilla sin barrer, que si qué poco pasa por esta calle, que si...»

En las Tendillas, pasa despacio un coche de Policía Nacional con dos agentes. Al fondo leo: Bar Correo, y me acuerdo de la cerveza fresquita, como Proust de su magdalena. Imagino el bullicio feliz de un sábado a mediodía y me dan ganas de llorar. Me salta al whatsapp un mensaje de Rosa que me confiesa que vive «en una montaña rusa. Lo mismo lloro que río». A mi amigo Jesús, sus jefes le han mandado ya los papeles del ERTE para que los firme. Se quedará en casa pero cobrará su sueldo. Los documentos vienen sin fecha, una práctica generalizada estos días porque nadie sabe cuánto va a durar todo esto del coronavirus. Veloz pasa con su bicicleta un repartidor de Glovo y un transeúnte, con cara de haber dormido en la calle y de haber deambulado durante media mañana, lo mira extrañado y pregunta irónico. «¿Dónde irá el tío ese con tanta prisa?»

En la calle Nueva, un periodista baja, mascarilla en mano, para echar un vistazo por la ciudad desierta. «¿Cómo va la cosa? ¿Hay alguien en el Ayuntamiento?», me pregunta. «Ni el alcalde», confirmo al rato, en la puerta de Capitulares, con los policías locales que custodian el edificio. Uno de ellos advierte a un hombre en bicicleta de que no puede circular sin permiso. El chico profiere una excusa. «¿Cuántas habéis escuchado estos días?» «Uf, ayer me encontré a un tipo de las Moreras en Ciudad Jardín que empezó diciéndome que iba a ver a su abuelo y que al final terminó reconociendo que se había peleado con su mujer y se había tenido que dar una vuelta».

La actividad municipal se ha mudado al mundo virtual y los políticos despachan con videoconferencias los asuntos de urgencia del día: la suspensión del pago de tributos, la declaración de la gratuidad de Aucorsa, la eliminación de las zonas Acire y la aprobación de medidas para los cementerios, entre otras cuestiones. No sale a renta ni morirse estos días, no puede ir casi nadie a tu entierro, sopeso.

En San Pablo, varias personas entran al Piedra. Muchas mascarillas y pocas ganas de conversar. Saludo a la carnicera y le pregunto por su hija. «Aburrida», me dice. Todos tratamos de guardar la distancia, pasar rápido por caja y volver a casa. Entra Silvia, atropellada por las circunstancias. «Tengo que ir al mercado de la Corredera, el viernes dejé a deber en varios puestos y una cosa es el coronavirus y otra, las deudas», añade resuelta a acabar con el débito.

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Colas en el cajero, que exhibe unas teclas sospechosamente manoseadas. La señora que me precede se limpia nerviosa las manos con un gel de hidroalcohol que lleva en el bolso.

En San Andrés, Antonio se asoma al balcón y me sugiere hacer la prueba casera de la detección del coronavirus, que un médico colombiano ha puesto a circular en las redes sociales. «Tienes que coger aire y tratar de contenerlo en los pulmones durante al menos 10 segundos». Cuenta en voz alta: 1, 2, 3... Supero la prueba y sigo mi camino para comprar pan. De nuevo las colas. A la panadera, una chica de Bujalance, se le intuye la sonrisa debajo de la máscara. «Al mal tiempo, buena cara. Vengo a trabajar hasta con orgullo para que no le falte pan a mis clientes, y me animo yo sola», nos cuenta a los que esperamos entre teleras y panes de lino.

Me cruzo con Mercedes. Va preocupada porque su hija dará a luz en los próximos días. Su nieto, que espera con ilusión al nuevo hermanito, la echa de menos porque hace días que no la ve. «Abu --me dice que le ha dicho-- no puedo ir al parque porque hay un hombre arreglando los columpios». Intento animarla y le cuento el último meme: «Sabes ese que dice: mi mujer me ha dicho que me vaya a la calle, que ella paga la multa». Sonríe y nos despedimos.

En un balcón, los niños han colgado un cartel con un arcoiris que asegura: «Todo va a salir bien». Los de enfrente los han emulado con una cartulina pintada con la bandera de España. En mi patio, Raquel, que es enfermera, va camino del hospital. «La cosa está tranquila de momento», dice. «Esta noche aplaudiremos por ti», respondo, bueno, por ti, por los que siguen al pie del cañón y por los que se están quedando en casa. A las 8, mis vecinos han cantado el himno de Andalucía. Yo, un poco más fuerte la frase de «volver a ser lo que fuimos» y con los dedos cruzados. Después han puesto la Macarena. De locos.