Alfonso González Olmo siempre fue Chiquilín, un nombre torero heredado de su padre, banderillero que fuera del mismísimo Manolete. Uno y otros, del barrio de Santa Marina. Nacido en una familia de tradición, fue el único de los dos hermanos varones que heredó el gusto por la muleta y pronto correteó entre tentaderos con sus coetáneos José María Martorell y Lagartijo, algo mayores que él. "Con nueve años, empecé a dar muletazos en la plaza de Los Tejares de cuatro a cinco horas diarias". En aquel coso se enfrentó por primera vez a un novillo en presencia de público. Tenía 12 años. Luego vendrían más. Desde primera hora, la mala suerte se cruzó en su camino en forma de animales empeñados en dejar su cuerpo marcado a sangre. "Cuando me hice matador de toros, ya tenía las dos clavículas rotas", cuenta, con la mirada perdida en el pasado. Con 22 años, Antonio Ordóñez le da la alternativa en Cabra, con toros de Alvaro Domecq.

Al rescatar retazos de su memoria, el torero, que ahora cuenta 74 años, recuerda cada toro y cada tarde como si hubiesen tenido lugar ayer. "Cuando se acababa la temporada, me iba al aeropuerto y me tiraba en paracaídas porque necesitaba sentir ese gusanillo", explica. A pesar del arrojo, su forma de enfrentarse a la bestia era elegante, serena. "El valor está en saber dominar ese miedo que todo torero siente para ponerse delante del toro". Tanto arte tenía con el capote que algunos le encontraron parecido con el maestro Manolete, al que nunca llegó a ver en la plaza. "Yo tenía estas hechuras, este cuerpo y, según dicen, un aire parecido, pero yo les contestaba: si nazco yo antes, él se parecería a mí".

Una accidentada trayectoria y cinco años después de tomar la alternativa, Alfonso González Olmo recibiría en Muro (Mallorca) su última cornada. "Aquel toro me partió la femoral, me atravesó el riñón... y acabó conmigo", confiesa emocionado. Con tan solo 27 años, se veía obligado a dejar la plaza para seguir siendo torero fuera de ella. "Me metí a trabajar en el negocio de carnicería de mi hermano sin abandonar la afición".

En su juventud, su porte también le valió para enamorar a más de una joven de la época, con las que él se mostraba desconfiado. "Siempre me gustaron mucho las mujeres, las canijas no, las de verdad, pero a veces no sabías si te querían por ti o porque les atraía lo del toreo". Las reticencias desaparecieron con Ana, la niña de sus ojos y su media naranja. Con ella pasó 41 años hasta que murió hace un año de un infarto. "Mi Ana era un pedazo de mujer", rememora. Alfonso y ella pasaron años buscando al hijo que no llegaba. "Hasta ocho abortos tuvo la pobre mía". Pero, como dice el refrán, quien la sigue la consigue y hace 28 años Ana dio a luz a Alfonso, el único retoño del torero. "Eso me hizo el hombre más feliz del mundo", explica mientras le pregunto por él, por Alfonso junior. "No le gustan los toros, es peluquero, un chaval estupendo que siempre está pendiente de cómo estoy. Como cualquier padre, me alegro de que no quisiera ser torero. Cuando el toro viene hacia ti no es para saludarte sino para matarte", dice sin dudar.

Acompañado por Nani, su perrita de 13 años, vive esta etapa marcado por una soledad que combate "despistándola con cosas que me hagan reír, charlando con los buenos amigos o leyendo historia de Córdoba, de cuyas piedras soy un enamorado". Cuando acaba de decir esto, me cuenta un chiste, al hilo de la crisis y la Iglesia y se ríe.

De salud anda regularcillo. "No estoy muy fino de una pierna y llevo una temporada chungo de los bronquios, aunque no he fumado en toda mi vida, comenta, apoyado en uno de sus bastones. Señor serio y cabal, pero sobre todo señor, dice con modestia que le gustaría que le recordaran como "un torero de arte y buena gente".