A veces la política suena a Barry Lyndon, que es el universo desde que empezó la vida, porque la persona es una reiteración de siglos, donde suena música de Schubert, Bach, Vivaldi o Händel, toda la filosofía desde el Partenón al barril de Diógenes y el pensamiento político, desde el de Jesucristo en el templo de Jerusalén al nazismo de Hitler y al fascismo de Vox. Y es que estamos tan conectados que ya casi ni existe el desayuno molinero con aceite de oliva porque o somos políticos, o ciudadanos o andamos metidos en las redes sociales, las tres divisiones de este colectivo aquejado por el covid-19 y tan atado al teléfono móvil que si lo pierde se queda en una orfandad de lágrima digital.

Veía yo, con doce o trece años, la cabina telefónica que había junto a la farmacia y al bar Milán en el Campo Santo de los Mártires y pensaba para mí que de una día para otro había que hacerlo, que ya había llegado el momento, que tenía edad para ello. Así que un día rebusqué unas cuantas monedas de peseta, me dieron un número y rompí en mitad de la plaza, delante de todos pero en actitud recogida dentro de la cabina, mi virginidad telefónica. De allí salí como si hubiera estudiado un máster de los de ahora, que llamar por teléfono sería una obligada normalidad en mi profesión de periodista, que ya me dedicaba a las revistas aunque estaba en el Seminario.

Era todavía el tiempo en que perder el móvil no significaba tragedia porque el teléfono no existía en aquellos tiempos en que las distancias se conectaban con oraciones.

Cuando mi generación, la de quienes ya andamos en lo de la jubilación, empezó a romper aguas no había redes sociales, aunque sí revistas satíricas como Hermano Lobo o Por favor que cumplían la función de unirte a un tipo de pensamiento. Luego llegó un día y me dijo Adolfo Ibarra, el de Efe, en la terraza del Soho: «Manolo, para tu columna: métete en Internet y mira cómo se relacionan los jóvenes».

Era el comienzo de las redes sociales, cuando todavía criticábamos a quienes utilizaban el móvil para decirle a su mujer que echara las lentejas, que ya iba camino de casa.

Luego comprobamos que un móvil lo era todo y que podíamos ir paseando con toda la sabiduría, el arte y la música en nuestros bolsillos. Por eso perder el móvil es ya cuestión de lágrimas. Sobre todo para el otro grupo, el de los políticos, que de tanto utilizarlo no sabes si te dicen la verdad, su verdad o una copia sacada de las entrañas de sus smartphones. Como pasó el miércoles y el jueves, donde media España lloró, otra se encaramó en su espacio natural, las redes sociales, y algunos analizaron los discursos para comprobar el nivel de palabrería, verdad o cuento de cada intervención. Estábamos acostumbrados al excluyente discurso nacionalista de catalanes y vascos pero no al inédito de los de extrema derecha, cuya existencia duele a la mayoría de españoles.

Aquí señalo la antipatía de Laura Borrás, la particularidad, a veces simpática, de las ocurrencias de Gabriel Rufián, y lo novedoso del «enfrentamiento» entre Pablo Casado, que se remangó las mangas y parecía de centro, y Santiago Abascal, que parece como si llorara un abandono de quienes deben estarles agradecidos por ayudarles a mandar en Murcia, Madrid y Andalucía.

Pero aparte de políticos y redes sociales están los ciudadanos. Gentes como el Papa Francisco que, como cabeza de los católicos, no se altera por mostrar apoyo, aunque solo sea humano y nada divino, a las uniones civiles entre homosexuales. O como Manolo, un comerciante de mi calle que le decía el otro día a un cliente: «¿Usted cree que los políticos, sean del partido que sean, quieren que cojamos el virus? No piense así, hombre». Aunque así lo crean algunos ciudadanos.

Otros, como los del comedor social trinitario, ven que la Administración se está blindando con la atención telemática «cuando hay muchas personas que no tienen ni medios ni conocimientos para acceder» a Internet. «Ahora hay que pedir cita y esperar varios meses». Que San Rafael, como ciudadano arcángel, aleje a Córdoba, su ciudad, del covid.